domingo, 7 de julio de 2024

Tipos raros. VII. El del orfeón.

 


Dedicatoria.

—¿Qué te parece Zúñiga si le dedicamos esta entrada del blog a mi hermano Juan y a sus compañeros del orfeón de veteranos del Ejército?

—¿El orfeón de veterinarios del Ejército?

—No, Zúñiga, veteranos, ve-te-ra-nos….

—Ah, sí, por supuesto. 

 

Introducción.

Regresa Zúñiga al tema de la música como telón de fondo de su historia. Esta vez para dar cobertura a un maniático que nos dice es de primer orden, o sea, como si dijéramos de primera división y como siempre de su mano aprenderemos o recordaremos palabras, expresiones, cosas, lugares, hechos o personas. Conozcamos al tipo raro del orfeón.

 

VII.- El del orfeón.

Mi vecino D. Rufo Lobanillo es un maniático de primer orden. Un año le dio por dar paseos largos, y en un solo día recorrió siete pueblos a pie. Otra vez le dio por sacar fotografías, otras por representar comedias, y el año pasado, en fin, por guisar y hacer flores.

Este año le ha tocado el turno a la organización de un orfeón. Se ha dedicado a las voces, sin salir de la vecindad; en ella tiene reunidos los necesarios elementos, y debido a las condiciones filarmónicas que Dios le ha dado, y al entusiasmo con que ha tomado su postrera manía, el éxito corona los esfuerzos del buen señor.

El personal del orfeón es variado y hasta pintoresco.

En el grupo de bajos figuran el sereno, la portera, un beneficiado de la Catedral, dos capitanes que viven en el segundo, y un constructor de jaulas para grillos que habita en el sotabanco del centro.

Los tenores son numerosos y distinguidos; entre ellos recuerdo al dependiente de la taberna de abajo; un profesor de inglés, inquilino del tercero; los hijos de doña Pía, que parecen dos ruiseñores desmejorados; el magistrado del principal, que es el primer barítono de la Audiencia, y un sastre que habita en el piso bajo, aunque no lo suele pagar.

También D. Rufo quiso meterme a mí en la combinación; pero me dejó en paz en cuando se convención de que tengo menos voz que un bizcocho de canela. Lo único que yo hago, sin querer, es trinar cuando ellos cantan.

El lugar destinado para academia es el patio de la casa. Los orfeonistas se colocan alrededor de un pozo, sobre cuyo brocal se encarama D. Rufo, batuta en mano, y allí ensayan que se las pelan.

Por supuesto, que el día menos pensado se hunde por el escotillón D. Rufo, y al compás de una barcarola, da consigo en el agua del pozo.

¡Qué ensayitos los del orfeón!... El magistrado da gallos, el inglés da gritos, el beneficiado se desgañita, el tabernero se baja y la portera se pierde. Aquello es un guirigay espantoso; pero D. Rufo está cada vez más contento y con mayores ánimos de trabajar. El caso es que todos le respetan. Hasta se deja pegar por don Rufo la masa coral! No es raro, pues, ver a D. Rufo con las manos en la masa.

Pero con esto del orfeón hay otra persona que goza tanto como D. Rufo, o más, si cabe. ¿Saben ustedes quién? La señora de D. Rufo.

Tantos años ha estado la pobre sufriendo la opresión de su extravagante marido, que hoy, mientras este se haya entretenido con los canturreos colectivos, ella campa por sus respetos, y sale y entra a su antojo, y no tiene que aguantar de su esposo las rarezas, ni las manías, ni los malos humores.

El resto del vecindario, o sea los inquilinos pacíficos e inofensivos como yo, hemos llegado a estar del orfeón hasta la coronilla. Ya nos sabemos de memoria el «Coro de repatriados», ya tenemos un «Himno a Santa Cecilia» en la boca del estómago, y lo mismo decimos de otros himnos y de otras plegarias y de otras latas a voces solas.

Pero no es esto lo peor. Precisamente ahora están dale que le das estudiando una obra titulada La batalla de Parañaque, verdadero lío musical descriptivo en que, además de haber voces combinadas, hay descargas, canciones, toque de campanas, cohetes, aullidos de fieras y otros detalles estruendosos, gracias a los cuales el vecindario inofensivo sufre mientras D. Rufo goza.

En vano hemos recurrido al director, pidiéndole por favor que suelte la batuta y que nos deje en paz. D. Rufo tiene sugestionada a su gente, y no hay medio de conseguir siquiera una tregua.

Verdaderamente harto de aquella algarabía, y en nombre de los vecinos cuerdos, fui ayer a ver al casero, hombre de buena presencia, un tanto mujeriego y no poco simpático y hasta complaciente (rara avis) con sus inquilinos.

—Señor Fernández —le dije, —mire usted; el tal D. Rufo nos tiene desesperados, porque no se ocupa más que en dirigir su orfeón y ensayar atrocidades. El estará muy entretenido; pero a mí no me deja trabajar a ninguna hora; además, los niños se despiertan, los gatos se alborotan y la vajilla se resiente. Así, pues, ruego a usted que prohíba tales excesos a D. Rufo, cuya señora, que por cierto es muy guapa, tiene que campar por sus respetos, porque él la tiene abandonada por atender al orfeón.

¡Necio de mí, y qué embajada llevé al casero!... ¿Ustedes creen que se mostró dispuesto a complacerme? Pues no hubo tal.

—Deje usted, deje usted a D. Rufo con su manía—me dijo el hombre. Después de todo, su entretenimiento es inocente; fomenta el arte y el buen gusto entre sus allegados, y dulcifica seguramente no pocos genios agrios de la vecindad. La música es un arte agradable, y yo creo que el orfeón de D. Rufo no perjudica tanto como usted supone… Nada, nada, que siga; y de la señora abandonada…, no hablemos.

—Bueno— dije yo; —pues que usted lo pase bien.

No hablamos más, y salí haciéndome cruces y asombrado de la actitud del casero, porque jamás había negado lo que en justicia se le pidiera.

¡Tonto de mí! —vuelvo a repetir. — ¡No había yo caído en la cuenta de que, mientras D. Rufo ensayaba, su apreciable señora se entendía precisamente con el casero!

¡Claro! ¡Cómo habíamos de ablandar los vecinos tranquilos el corazón de Fernández!

Total: que D. Rufo sigue berreando, su señora continúa demostrando que anda de vergüenza al nivel del casero, y nosotros seguimos aguantando sus caprichos con relativa resignación.

Y así estaremos hasta que nos vayamos con la música a otra parte, porque, si esperamos a que se vayan ellos, para rato hay.

 

Comentarios.

El nombre de nuestro rarito de hoy, Rufo Lobanillo, es gracioso, pero no está relacionado con el tema, pues un lobanillo es como un grano que te sale por el cuerpo, pero nos sirve para nuestro diccionario de nombres inventados por Zúñiga.

La manía de este hombre, la última, pues al parecer no para de parir manías, es la de crear con sus vecinos un orfeón, una coral, un coro, una reunión de personas para cantar pero sin acompañamiento de instrumentos. Sus condiciones filarmónicas (su pasión por la música) y su entusiasmo le llevan al éxito en la empresa acometida.

Nos repasa Zúñiga la nómina de los protagonistas de esa agrupación musical, vecinos elegidos y repartidos según sus voces; unos pasan a ser los bajos por sus voces más graves; otros los tenores, con sus voces intermedias, algún barítono que viene a estar entre los tenores y los bajos. Son todos vecinos, además del sereno; la portera (única mujer, que no sabemos si será soprano, mezzosoprano o contralto), un beneficiado de la Catedral (presbítero o eclesiástico que oficia en la ella), dos capitanes, y un constructor, ahí es nada, de jaulas para grillos y que vive en el sotabanco del centro, que es lo mismo que decir que viven en la guardilla o buhardilla. Dependientes de taberna, profesor de inglés, un magistrado, un sastre y los hijos de doña Pía, nombre este algo más sonoro que el de Lobanillo.

El narrador de la historia, nuestro Zúñiga, fue tentado para formar parte del orfeón, pero consciente de su poca voz renunció, no dejando de reconocer que lo único que le quedó fue el derecho a trinar (enojarse, rabiar, ¡estaba que trinaba!) cuando tuvo que sufrir los cantos de sus convecinos.

El lugar de los ensayos es el patio de la casa, y sobre el brocal de un pozo allí existente, se coloca el director del orfeón, soñando Zúñiga se rompa la tapa (que él llama escotillón, como las trampillas que hay en los escenarios de los teatros por donde aparecen y desaparecen los actores y algún que otro objeto), y caiga D. Rufo al ritmo de una barcarola (composición de motivos marineros) precipitándose a las aguas

Despotrica Zúñiga de los ensayos de la masa coral (orfeón) que hasta se deja pegar por su director, de ahí que diga que muchas veces le pilla con las manos en la masa, esto es, in fraganti. Gallos (notas falsas y chillonas), gritos (voz esforzada y levantada), desgañitarse (enronquecer), guirigay (gritos, desorden, confusión).

Pero resulta que además de D. Rufo hay otra persona en la casa que disfruta tanto o más que él con el asunto del orfeón, y se nos dice que es su propia esposa, su señora, que desde que el marido pasa las horas del día dedicado al canto, ella campa por sus respetos que es lo mismo que decir que campa a sus anchas, que hace lo que le viene en gana, sin dar explicaciones a su cónyuge, ni aguantarle sus malos humores (su mal genio, su malhumor).

Los vecinos pacíficos, los que no colaboran con el coro, están hasta la coronilla (parte más alta de la cabeza) que es decir que están hartos de sufrir al susodicho y de escuchar repetidas veces algunas de sus piezas musicales, como El coro de repatriados (una parte de la zarzuela Gigantes y Cabezudos. «Por la patria te dejé, ay de mí! y con ansia allí pensé solo en ti. Y hoy, ya loco de alegría, ¡ay, madre mía! me veo aquí.») o el himno a Santa Cecilia patrona de la música, faltaría más.

Zúñiga y los demás sufridores acuden al casero (se supone que dueño de los pisos o los cuartos en donde habitan) para protestarles y pedir que se acaben los ensayos del coro, cada vez más ruidosos, causa cada vez de mayor algarabía (griterío confusión), hombre este, el casero que goza de buen predicamento entre los vecinos, por su afabilidad y simpatía, cosa rara entre los de su género (los caseros), o lo que es lo mismo rara avis, un caso singular de ellos. 

Los sublevados vecinos, salen haciéndose cruces de la entrevista con el casero (asombrados y extrañados); el señor casero le había quitado importancia al asunto y bajo ningún concepto permitió que cesaran los ensayos del orfeón, pero claro ahí había gato encerrado, algo se ocultaba o estaba secreto. 

Zúñiga acaba cayendo en la cuenta; mientras D. Rufo da rienda suelta a su manía, su mujer continua a sus anchas, y en esas anchas, entraba en juego el casero para entenderse con ella. 

Por último decir que el 26 de noviembre de 1892, Zúñiga escribió para el Madrid cómico, una poesía titulada El Orfeón de Don Antero, en la que claramente se comprueba que sirvió de inspiración para escribir esta pequeña narración en prosa que formó parte del libro Tipos raros.  

Lo pueden comprobar ustedes mismos: 

El orfeón de don Antero.

Desde que aquí vinieron

los orfeones

a amenizar las fiestas

con sus canciones,

don Antero, el vecino

que tengo al lado,

a organizar un coro

se ha dedicado.

Llamó un día al sereno

y a la portera

(que se canta de bajo

como cualquiera)

y a su primo Tadeo

(tenor segundo)

y a un hermano de leche

(bajo profundo)

y al barbero y a un joven

de Zalamea

que en la reuniones cursis

baritonea,

y les dijo: —Señores,

es necesario

que un orfeón formemos

extraordinario.

—¿Gruñirán los vecinos?

(dijo Tadeo)

—Que se quejen al nuncio

del mosconeo

(respondió el sinvergüenza

de mi vecino).

En fin, que hoy cantan ellos

mientras yo trino.

Por las noches estudian

entusiasmados

en el patio de casa

los condenados,

alrededor de un pozo

que hay en el centro.

(¡Permita Dios que alguno

se caiga dentro!)

El barbero da un gallo,

Tadeo grita,

el hermano de leche

se desgañita,

se sube un tono el chico

de Zalamea,

desafina el sereno

(costumbre fea),

la portera se pierde

(porque es muy bruta)

don Antero la pega con

la batuta,

y es la casa, en resumen,

un gallinero,

gracias a la ocurrencia

de don Antero,

de aquel posma que estaba

siempre encerrado

con su mujer en casa

malhumorado,

y Mercer a su coro

permite ahora

respirar a sus anchas

a la señora.

«¡Hay que ver al casero!

(dijimos todos).

Es preciso quejarnos

con buenos modos;

porque no hay quien trabaje

siempre que ensayan

y al escuchar el coro,

los gatos mayan,

se despiertan los niños,

dan malos ratos,

con el ruido se rompen

todos los platos,

y no hay Dios que soporte

la algarabía,

sobre todo escuchando

La Cazería,

obra que exige gritos,

canciones largas,

oraciones, cohetes

y hasta descargas.»

Dicho y hecho; cansado

de aquella gente,

fuíme a ver al casero

que vive enfrente,

y le dije: «Rodríguez,

es necesario

que usted libre de solfas

al vecindario.»

Y el casero me dijo:

pues ho hay tu tía;

seguirá don Antero

con su manía.»

Me quedé haciendo cruces

y sorprendido.

Mas lo comprendo todo,

porque he sabido

que mientras al ensayo

va don Antero,

su señora se entiende

con el casero.

 

Pd. Uno de los orfeones más antiguos de España puede que sea el Orfeón Pamplonés que data de 1865, siguiéndole en el tiempo el Orfeón Donostiarra que se creó en 1897.


Hasta la próxima amigos. 

El inda de Zuñi. 




Tipos raros. VII. El del orfeón.

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