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domingo, 7 de julio de 2024

Tipos raros. VII. El del orfeón.

 


Dedicatoria.

—¿Qué te parece Zúñiga si le dedicamos esta entrada del blog a mi hermano Juan y a sus compañeros del orfeón de veteranos del Ejército?

—¿El orfeón de veterinarios del Ejército?

—No, Zúñiga, veteranos, ve-te-ra-nos….

—Ah, sí, por supuesto. 

 

Introducción.

Regresa Zúñiga al tema de la música como telón de fondo de su historia. Esta vez para dar cobertura a un maniático que nos dice es de primer orden, o sea, como si dijéramos de primera división y como siempre de su mano aprenderemos o recordaremos palabras, expresiones, cosas, lugares, hechos o personas. Conozcamos al tipo raro del orfeón.

 

VII.- El del orfeón.

Mi vecino D. Rufo Lobanillo es un maniático de primer orden. Un año le dio por dar paseos largos, y en un solo día recorrió siete pueblos a pie. Otra vez le dio por sacar fotografías, otras por representar comedias, y el año pasado, en fin, por guisar y hacer flores.

Este año le ha tocado el turno a la organización de un orfeón. Se ha dedicado a las voces, sin salir de la vecindad; en ella tiene reunidos los necesarios elementos, y debido a las condiciones filarmónicas que Dios le ha dado, y al entusiasmo con que ha tomado su postrera manía, el éxito corona los esfuerzos del buen señor.

El personal del orfeón es variado y hasta pintoresco.

En el grupo de bajos figuran el sereno, la portera, un beneficiado de la Catedral, dos capitanes que viven en el segundo, y un constructor de jaulas para grillos que habita en el sotabanco del centro.

Los tenores son numerosos y distinguidos; entre ellos recuerdo al dependiente de la taberna de abajo; un profesor de inglés, inquilino del tercero; los hijos de doña Pía, que parecen dos ruiseñores desmejorados; el magistrado del principal, que es el primer barítono de la Audiencia, y un sastre que habita en el piso bajo, aunque no lo suele pagar.

También D. Rufo quiso meterme a mí en la combinación; pero me dejó en paz en cuando se convención de que tengo menos voz que un bizcocho de canela. Lo único que yo hago, sin querer, es trinar cuando ellos cantan.

El lugar destinado para academia es el patio de la casa. Los orfeonistas se colocan alrededor de un pozo, sobre cuyo brocal se encarama D. Rufo, batuta en mano, y allí ensayan que se las pelan.

Por supuesto, que el día menos pensado se hunde por el escotillón D. Rufo, y al compás de una barcarola, da consigo en el agua del pozo.

¡Qué ensayitos los del orfeón!... El magistrado da gallos, el inglés da gritos, el beneficiado se desgañita, el tabernero se baja y la portera se pierde. Aquello es un guirigay espantoso; pero D. Rufo está cada vez más contento y con mayores ánimos de trabajar. El caso es que todos le respetan. Hasta se deja pegar por don Rufo la masa coral! No es raro, pues, ver a D. Rufo con las manos en la masa.

Pero con esto del orfeón hay otra persona que goza tanto como D. Rufo, o más, si cabe. ¿Saben ustedes quién? La señora de D. Rufo.

Tantos años ha estado la pobre sufriendo la opresión de su extravagante marido, que hoy, mientras este se haya entretenido con los canturreos colectivos, ella campa por sus respetos, y sale y entra a su antojo, y no tiene que aguantar de su esposo las rarezas, ni las manías, ni los malos humores.

El resto del vecindario, o sea los inquilinos pacíficos e inofensivos como yo, hemos llegado a estar del orfeón hasta la coronilla. Ya nos sabemos de memoria el «Coro de repatriados», ya tenemos un «Himno a Santa Cecilia» en la boca del estómago, y lo mismo decimos de otros himnos y de otras plegarias y de otras latas a voces solas.

Pero no es esto lo peor. Precisamente ahora están dale que le das estudiando una obra titulada La batalla de Parañaque, verdadero lío musical descriptivo en que, además de haber voces combinadas, hay descargas, canciones, toque de campanas, cohetes, aullidos de fieras y otros detalles estruendosos, gracias a los cuales el vecindario inofensivo sufre mientras D. Rufo goza.

En vano hemos recurrido al director, pidiéndole por favor que suelte la batuta y que nos deje en paz. D. Rufo tiene sugestionada a su gente, y no hay medio de conseguir siquiera una tregua.

Verdaderamente harto de aquella algarabía, y en nombre de los vecinos cuerdos, fui ayer a ver al casero, hombre de buena presencia, un tanto mujeriego y no poco simpático y hasta complaciente (rara avis) con sus inquilinos.

—Señor Fernández —le dije, —mire usted; el tal D. Rufo nos tiene desesperados, porque no se ocupa más que en dirigir su orfeón y ensayar atrocidades. El estará muy entretenido; pero a mí no me deja trabajar a ninguna hora; además, los niños se despiertan, los gatos se alborotan y la vajilla se resiente. Así, pues, ruego a usted que prohíba tales excesos a D. Rufo, cuya señora, que por cierto es muy guapa, tiene que campar por sus respetos, porque él la tiene abandonada por atender al orfeón.

¡Necio de mí, y qué embajada llevé al casero!... ¿Ustedes creen que se mostró dispuesto a complacerme? Pues no hubo tal.

—Deje usted, deje usted a D. Rufo con su manía—me dijo el hombre. Después de todo, su entretenimiento es inocente; fomenta el arte y el buen gusto entre sus allegados, y dulcifica seguramente no pocos genios agrios de la vecindad. La música es un arte agradable, y yo creo que el orfeón de D. Rufo no perjudica tanto como usted supone… Nada, nada, que siga; y de la señora abandonada…, no hablemos.

—Bueno— dije yo; —pues que usted lo pase bien.

No hablamos más, y salí haciéndome cruces y asombrado de la actitud del casero, porque jamás había negado lo que en justicia se le pidiera.

¡Tonto de mí! —vuelvo a repetir. — ¡No había yo caído en la cuenta de que, mientras D. Rufo ensayaba, su apreciable señora se entendía precisamente con el casero!

¡Claro! ¡Cómo habíamos de ablandar los vecinos tranquilos el corazón de Fernández!

Total: que D. Rufo sigue berreando, su señora continúa demostrando que anda de vergüenza al nivel del casero, y nosotros seguimos aguantando sus caprichos con relativa resignación.

Y así estaremos hasta que nos vayamos con la música a otra parte, porque, si esperamos a que se vayan ellos, para rato hay.

 

Comentarios.

El nombre de nuestro rarito de hoy, Rufo Lobanillo, es gracioso, pero no está relacionado con el tema, pues un lobanillo es como un grano que te sale por el cuerpo, pero nos sirve para nuestro diccionario de nombres inventados por Zúñiga.

La manía de este hombre, la última, pues al parecer no para de parir manías, es la de crear con sus vecinos un orfeón, una coral, un coro, una reunión de personas para cantar pero sin acompañamiento de instrumentos. Sus condiciones filarmónicas (su pasión por la música) y su entusiasmo le llevan al éxito en la empresa acometida.

Nos repasa Zúñiga la nómina de los protagonistas de esa agrupación musical, vecinos elegidos y repartidos según sus voces; unos pasan a ser los bajos por sus voces más graves; otros los tenores, con sus voces intermedias, algún barítono que viene a estar entre los tenores y los bajos. Son todos vecinos, además del sereno; la portera (única mujer, que no sabemos si será soprano, mezzosoprano o contralto), un beneficiado de la Catedral (presbítero o eclesiástico que oficia en la ella), dos capitanes, y un constructor, ahí es nada, de jaulas para grillos y que vive en el sotabanco del centro, que es lo mismo que decir que viven en la guardilla o buhardilla. Dependientes de taberna, profesor de inglés, un magistrado, un sastre y los hijos de doña Pía, nombre este algo más sonoro que el de Lobanillo.

El narrador de la historia, nuestro Zúñiga, fue tentado para formar parte del orfeón, pero consciente de su poca voz renunció, no dejando de reconocer que lo único que le quedó fue el derecho a trinar (enojarse, rabiar, ¡estaba que trinaba!) cuando tuvo que sufrir los cantos de sus convecinos.

El lugar de los ensayos es el patio de la casa, y sobre el brocal de un pozo allí existente, se coloca el director del orfeón, soñando Zúñiga se rompa la tapa (que él llama escotillón, como las trampillas que hay en los escenarios de los teatros por donde aparecen y desaparecen los actores y algún que otro objeto), y caiga D. Rufo al ritmo de una barcarola (composición de motivos marineros) precipitándose a las aguas

Despotrica Zúñiga de los ensayos de la masa coral (orfeón) que hasta se deja pegar por su director, de ahí que diga que muchas veces le pilla con las manos en la masa, esto es, in fraganti. Gallos (notas falsas y chillonas), gritos (voz esforzada y levantada), desgañitarse (enronquecer), guirigay (gritos, desorden, confusión).

Pero resulta que además de D. Rufo hay otra persona en la casa que disfruta tanto o más que él con el asunto del orfeón, y se nos dice que es su propia esposa, su señora, que desde que el marido pasa las horas del día dedicado al canto, ella campa por sus respetos que es lo mismo que decir que campa a sus anchas, que hace lo que le viene en gana, sin dar explicaciones a su cónyuge, ni aguantarle sus malos humores (su mal genio, su malhumor).

Los vecinos pacíficos, los que no colaboran con el coro, están hasta la coronilla (parte más alta de la cabeza) que es decir que están hartos de sufrir al susodicho y de escuchar repetidas veces algunas de sus piezas musicales, como El coro de repatriados (una parte de la zarzuela Gigantes y Cabezudos. «Por la patria te dejé, ay de mí! y con ansia allí pensé solo en ti. Y hoy, ya loco de alegría, ¡ay, madre mía! me veo aquí.») o el himno a Santa Cecilia patrona de la música, faltaría más.

Zúñiga y los demás sufridores acuden al casero (se supone que dueño de los pisos o los cuartos en donde habitan) para protestarles y pedir que se acaben los ensayos del coro, cada vez más ruidosos, causa cada vez de mayor algarabía (griterío confusión), hombre este, el casero que goza de buen predicamento entre los vecinos, por su afabilidad y simpatía, cosa rara entre los de su género (los caseros), o lo que es lo mismo rara avis, un caso singular de ellos. 

Los sublevados vecinos, salen haciéndose cruces de la entrevista con el casero (asombrados y extrañados); el señor casero le había quitado importancia al asunto y bajo ningún concepto permitió que cesaran los ensayos del orfeón, pero claro ahí había gato encerrado, algo se ocultaba o estaba secreto. 

Zúñiga acaba cayendo en la cuenta; mientras D. Rufo da rienda suelta a su manía, su mujer continua a sus anchas, y en esas anchas, entraba en juego el casero para entenderse con ella. 

Por último decir que el 26 de noviembre de 1892, Zúñiga escribió para el Madrid cómico, una poesía titulada El Orfeón de Don Antero, en la que claramente se comprueba que sirvió de inspiración para escribir esta pequeña narración en prosa que formó parte del libro Tipos raros.  

Lo pueden comprobar ustedes mismos: 

El orfeón de don Antero.

Desde que aquí vinieron

los orfeones

a amenizar las fiestas

con sus canciones,

don Antero, el vecino

que tengo al lado,

a organizar un coro

se ha dedicado.

Llamó un día al sereno

y a la portera

(que se canta de bajo

como cualquiera)

y a su primo Tadeo

(tenor segundo)

y a un hermano de leche

(bajo profundo)

y al barbero y a un joven

de Zalamea

que en la reuniones cursis

baritonea,

y les dijo: —Señores,

es necesario

que un orfeón formemos

extraordinario.

—¿Gruñirán los vecinos?

(dijo Tadeo)

—Que se quejen al nuncio

del mosconeo

(respondió el sinvergüenza

de mi vecino).

En fin, que hoy cantan ellos

mientras yo trino.

Por las noches estudian

entusiasmados

en el patio de casa

los condenados,

alrededor de un pozo

que hay en el centro.

(¡Permita Dios que alguno

se caiga dentro!)

El barbero da un gallo,

Tadeo grita,

el hermano de leche

se desgañita,

se sube un tono el chico

de Zalamea,

desafina el sereno

(costumbre fea),

la portera se pierde

(porque es muy bruta)

don Antero la pega con

la batuta,

y es la casa, en resumen,

un gallinero,

gracias a la ocurrencia

de don Antero,

de aquel posma que estaba

siempre encerrado

con su mujer en casa

malhumorado,

y Mercer a su coro

permite ahora

respirar a sus anchas

a la señora.

«¡Hay que ver al casero!

(dijimos todos).

Es preciso quejarnos

con buenos modos;

porque no hay quien trabaje

siempre que ensayan

y al escuchar el coro,

los gatos mayan,

se despiertan los niños,

dan malos ratos,

con el ruido se rompen

todos los platos,

y no hay Dios que soporte

la algarabía,

sobre todo escuchando

La Cazería,

obra que exige gritos,

canciones largas,

oraciones, cohetes

y hasta descargas.»

Dicho y hecho; cansado

de aquella gente,

fuíme a ver al casero

que vive enfrente,

y le dije: «Rodríguez,

es necesario

que usted libre de solfas

al vecindario.»

Y el casero me dijo:

pues ho hay tu tía;

seguirá don Antero

con su manía.»

Me quedé haciendo cruces

y sorprendido.

Mas lo comprendo todo,

porque he sabido

que mientras al ensayo

va don Antero,

su señora se entiende

con el casero.

 

Pd. Uno de los orfeones más antiguos de España puede que sea el Orfeón Pamplonés que data de 1865, siguiéndole en el tiempo el Orfeón Donostiarra que se creó en 1897.


Hasta la próxima amigos. 

El inda de Zuñi. 




domingo, 30 de junio de 2024

Tipos raros. II.- La musicófoba

 

La musicófoba, el segundo ejemplar de los tipos raros de Juan Pérez Zúñiga, se publicó el 16 de marzo de 1902 en la revista Pluma y lápiz, semanario hispano-americano de literatura y arte (Barcelona 1900), pero con el título de Musicofobia.

Hoy por hoy ni musicofobia, ni musicófoba, son palabras que estén recogidas en el diccionario de la lengua española, pero es evidente y clara la intencionalidad de encontrar en ellas la expresión de una aversión exagerada (fobia) hacia la música. Un musicófobo o una musicófoba serán aquellas personas que se revuelven de asco al escuchar cualquier tipo de música. Tampoco existe melofobia que bien podría contrarrestar a la conocida melomanía, digo yo.

En este segundo episodio Zúñiga escoge a una mujer como protagonista y la lleva a un mundo que él conoce a la perfección, al maravilloso universo de la música.

Juan Pérez Zúñiga gozó de la suerte de aprender solfeo desde bien pequeñito y ello gracias al buen hacer de su maestro que no fue otro que su tío Juan Pérez Lanuza, concertino en el teatro Real, violinista primero de la orquesta y encargado, en buena lógica, de ejecutar los solos en los conciertos. De estas clases salió un joven músico en ciernes y un entusiasta tañedor del violín, como no pudo ser de otra manera.

Aprovechando sus conocimientos musicales el bueno de don Juan nos describe un personaje que no para de sufrir al verse acosado por las múltiples ocasiones que le entra en su cabecita alguna palabra, objeto, persona o circunstancia que le recuerde en algo su enfermiza obsesión contra todo lo que suene, nunca mejor dicho, a música.

Zúñiga, fiel a su filosofía festiva de la literatura, no falta a su cita de bautizar con intencionalidad a sus personajes. Así, su musicófoba no podía menos que llamarse de la manera que ha elegido: doña Blanca Puntillo de Vals. Tres términos que aluden al vocabulario musical, como podrán comprobar ustedes si pierden algunos segundos entre los párrafos de esta lectura.

Tampoco va a dejar pasar la ocasión nuestro autor festivo de señalar alguna que otra figura histórica o contemporánea de la nómina de músicos egregios. Así, cita a los ya fallecidos entonces Beethoven, Rossini y Wagner, y a sus buenos amigos de esos días Federico Chueca y Joaquín “Quinito” Valverde. El primero de ellos alcanzó fama, entre otras cosas, por la famosa revista cómico-lírica titulada La Gran Vía, en colaboración, precisamente con el padre de Quinito Valverde, autor este, entre otras canciones, de la conocida canción “clavelitos”, que poca gente no conocerá. Al menos, creo yo, entre los de mi generación. Y también, casi me lo dejo, cita a Arrieta, compositor que hizo mucho por consolidar el género de la Zarzuela.

No deja fuera Zúñiga de su lista de músicos famosos al bíblico rey David, sí, el de la famosa pedrada a Goliat, que además de liderar a los israelitas contra los filisteos, fue músico y poeta y conocido por su Libro de los Salmos o Salterio.

Es amplio el vocabulario musical que emplea Zúñiga en esta corta narración y no les voy a cansar enumerando todos los vocablos. Sí debo destacar alguno de ellos, como por ejemplo “piporrazo”, palabro que es, según María Moliner, el aumentativo de pipo, sinónimo de Bajón, instrumento musical de viento antecesor del fagot y que se utilizaba sobre todo para interpretar música sacra.

Hago un momento de parón para dar paso al texto y acto seguido comentaré alguna otra curiosidad encontrada.

 


II.- La musicófoba

Doña Blanca Puntillo de Vals era una señora particularísima. La música no era para ella como lo es para otros, «el ruido que menos incomoda»- Era, por el contrario, el ruido más insoportable. Aborrecía a Wagner, odiaba a Rossini, sentía horror hacia Chueca y hasta solía faltar gravemente a la señora madre de Beethoven, considerando como verdaderos criminales a todos los músicos del orbe, desde el rey David, hasta Quinito Valverde.

Cuando tenía que buscar cuarto, lo primero que hacía era preguntar a las porteras:

—¿Hay algún piano en la casa? ¿Acostumbra usted a cantar mientras limpia la escalera? ¿Estudia el trombón alguna señorita de la vecindad? ¿Entra el sol por las ventanas?

Y si le daban contestación afirmativa, huía de allí como alma que lleva el diablo. Sobre todo rechazaba las casas que tenían gas, porque las fugas, recordándole las de Bach, le inspiraban horror.

No iba a más teatros que a los de verso, y en los entreactos escapaba de la sala, temerosa de que le sentase mal la cena por culpa del sexteto.

Una vez se vio comprometida para asistir a un funeral, y por poco se derrumba sobre un capellán bizco en cuanto sonaron los primeros piporrazos, pudiendo aguantar la ceremonia gracias a que llevaba en el bolsillo dos caramelos de los Alpes y se los introdujo en ambos oídos a muerte o a vida.

Doña Blanca ha tenido pretendientes inmejorables. Pero los ha rechazado a todos, por no verse en la musical precisión de dar el . Y no parecía sino que la Providencia iba escogiéndolos para el caso entre los más musicales que andaban por el mundo. [En 1902 no escribe “por el mundo”.]

A uno le despreció, porque se apellidaba Calderón. A otro porque era de la escala de reserva. A este, porque era un señor de muchas campanillas. Al de más allá, porque era aficionado a las dulzainas.

Y de haber querido casarse, lo hubiera hecho inmediatamente. ¡Nada de compases de espera! Por de contado que ella y el favorecido no hubieran podido estar acordes jamás.

Prohibió a sus amigos periodistas que bajo ningún pretexto le tributasen alabanzas. ¡Bonita era ella para consentir que la diesen un bombo!

Despidió a varias criadas, ¿saben ustedes por qué? No por las trastadas que le hicieran, sino porque luego ante su presencia solían mostrase con-fusas, y, sobre todo, porque al servir a la mesa le presentaban los platillos. [En 1902 no escribe: “sobre todo, porque al servir a la mesa le presentaban los platillos.”]

Tuvo el valor de no rezar jamás por su difunta madre… ¿por qué, dirán ustedes?... Porque se llamaba Tecla. Y se separó de sus hermanas, porque una tocaba el violón con frecuencia y otra era sorda y necesitaba que le hablasen con trompetilla.

Aunque las cosas del mundo le interesaban poco, se guardaba muy bien de decir que le importaban tres pitos.

Le trajeron de Italia dos monedas de las llamadas liras. ¡No tardaron cinco minutos en ir a parar al macho de la retreta!

Cierto día en que necesitaba comprar una mantilla, la recomendé el establecimiento de mi amigo Cabezón. ¡nunca lo hubiera hecho! Al saber que el comerciante se llamaba Eustaquio, se acordó de la trompa y cayó desmayada, precisamente en la calle de Arrieta, teniendo unos guardias que llevarla con trabajo a su domicilio. (Por supuesto que si se entera que la llevaban con-trabajo, vuelve a desmayarse).

No se trató nunca con los parientes que tenía en Madrid, solo porque unos habitaban en la travesía del Conservatorio y otros en el pasaje de Murga.

Vivió anti musicalmente buen número de años. Un día enfermó del estómago, por el disgusto que la dio su cocinera presentándola un timbal de macarrones; quedó muy delicada y, al considerar que estaba hecha una gaita y que su mal residía en un órgano, murió de pesadumbre.

Conocido todo esto, díganme ustedes si es digna de estudio o no lo es, la tal doña Blanca Puntillo de Vals, de quien, dicho sea de paso, no se logró jamás que firmara con sus musicales nombres. [En 1902: “…la tal señora doña Blanca…]

Después de su fallecimiento he sabido únicamente dos cosas; que el horror a la música tenía por causa lo mucho que su padre le había solfeado; y que, una vez muerta, los herederos se desquitaron haciéndola unos funerales de tres bemoles.

 

Ya estoy aquí de nuevo, espero que hayan disfrutado con la musicófoba de Zúñiga.

Como decía, me quedan algunas expresiones que comentar en relación con el mundo musical en el que nos sumerge nuestro amigo Juan. Frases como “importarles a alguien algo tres pitos” o un pito, que también es válida, con lo que dejamos claro que esa cosa no nos importa absolutamente nada; tener algo bemoles o tres bemoles que usamos para remarcar la dificultad o la importancia de alguna circunstancia o hecho en concreto; el verbo solfear, que además de significar el acto de cantar algo con señalamiento de las notas, nos viene a indicar también el acto de zurrar con golpes o reprender con palabras a alguien. La expresión “estar hecho alguien una gaita” no la vemos en el diccionario de la RAE; lo más parecido es “estar alguien de gaita” que es todo lo contrario a lo que Zúñiga nos quiere llevar, pues es estar alegre y contento; sin embargo, a solas, una gaita es una cosa molesta, fastidiosa.

El timbal de macarrones, algo que yo desconocía y que invito a los amantes de la cocina investiguen su origen y procedencia, y los caramelos de los Alpes, antecedente de los actuales Ricola, son dos graciosas curiosidades, desde mi punto de vista.

Uno de los aspectos más entrañables que tienen las historias de Zúñiga son las referencias a lugares de Madrid. En este caso de la mujer que siente fobia por la música nos cita La travesía del Conservatorio y el Pasaje de Murga, lógicamente sendas alusiones al mundo musical, una en sentido, digamos más serio, pues se trata del establecimiento en donde se enseña la música, y el otro, algo más en broma, pues hace referencia al conjunto de músicos pésimos que toca a las puertas de las casas en busca de algún premio. Pero ambas son también, como he dicho, lugares de nuestro Madrid del alma.

La Travesía del Conservatorio ya no existe, desapareció al construirse la Gran Vía, y se llamó así por estar en ella el primer Conservatorio de Música de la capital. Estaba próximo a lo que es hoy la Plaza de España.

El Pasaje de Murga es un corredor entre casas que va desde la calle de la Montera a la de las Tres Cruces. Se le conoce también como Pasaje Comercial pues en él se encuentran numerosos comercios y el nombre, aunque Zúñiga lo cita con clara intencionalidad musical hace alusión a Mateo de Murga Michelena la persona que lo mandó construir.

Para terminar nuestra indagación de hoy, tenemos que reconocer que nos quedamos sin saber dos cosas y, que como siempre, lo dejamos ahí por si alguno de los lectores se ha topado alguna vez con lo que yo no consigo averiguar.

Esa alusión al macho de la retreta de la que no tengo ni pajolera idea a qué se puede referir, (Le trajeron de Italia dos monedas de las llamadas liras. ¡No tardaron cinco minutos en ir a parar al macho de la retreta!)

Y en la frase “No iba a más teatros que a los de verso, y en los entreactos escapaba de la sala, temerosa de que le sentase mal la cena por culpa del sexteto”, en donde no encuentro qué relación puede haber entre los sextetos y que te siente mal la cena.

Ahí lo dejo. Gracias por su paciencia. 

 


Pd. Como en el anterior capítulo, el dibujo con el que se acompañó el texto en el libro corresponde a Zuñiguita (Julio Pérez Maffei) y en este caso, los dibujos insertos en la historia publicada en Pluma y lápiz, fueron de Teodoro Gascón Baquero (1853-1926), farmacéutico e ilustrador español.

 

Fuentes.

::: MEMORIA DE MADRID :::,

PASAJE DE MURGA O PASAJE DEL COMERCIO. (antiguoscafesdemadrid.com).

Wikipedia.

Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España.

Biblioteca Particular. 

jueves, 21 de diciembre de 2023

La música en broma

 




La justicia militar es a la justicia, lo que la música militar a la música; he aquí una de esas frases que engordan la categoría de sentencias inmortales y que suelen denominarse citas, esto es, esa curiosa colección de textos, la mayoría de las veces sacados de contexto, para que en algún momento nos puedan servir de pretexto.

Y como los caminos nos llevan hoy a poner en contacto a nuestro buen Zúñiga con el Ejército, institución muy querida para el que esto escribe —tan solo llevo en ella cuarenta y cuatro años—, pues pretextemos nuestra introducción al asunto que nos ocupa con el mencionado dicho, adjudicado, dígase de paso, vaya usted saber a quién.  

No es nuestra intención profundizar en el contexto histórico en donde pudo nacer semejante pensamiento, ni mucho menos indagar y encontrar la boca y el cerebro del que salió, pero sí lo es señalar su claro y determinante sentido de ridiculizar y denostar a los que en el seno de las fuerzas armadas se dedican al estudio de tan precioso arte.

En resumidas cuentas, la frase de marras se las trae, pues nos viene a decir que si en el seno de los Ejércitos se maltrataría la justicia con sus rígidos códigos disciplinarios y normas morales, de la misma manera los músicos militares no harían más que ejecutar, en el sentido de ajusticiar, todas y cada una de las partituras que les pusieran sobre los atriles. Así de crudo, así de directo.

En 1930, Zúñiga aprovecha el espacio que le dejan en el Boletín musical de Córdoba, publicación mensual que a caballo de la dictadura de Primo de Rivera y la II República española divulgó el arte musical desde diferentes ópticas, para romper una lanza a favor de los músicos militares. Y lo hace con su habitual sorna y gracia, y sus juegos de palabras alocados, haciéndonos pasar un rato agradable, aprovechando el humor, una vez más, como fue habitual en sus último años de vida, ya jubilado, para defender una causa que él creía justa.  Y no es baladí la opinión de nuestro querido escritor festivo, toda vez que sin haber llegado a ser músico de gran reputación, posee una gran cultura del arte auspiciado por Euterpe, y se ha codeado con los más célebres compositores y directores de orquesta del momento, alguno de los cuales nombra en su estupendo texto en defensa de la música miliar.

Con él les dejo. Hasta la próxima y Feliz Navidad.

 

El indagador entrometido.

Jueves, 21 de diciembre de 2023.

        



1 de agosto de 1930. Boletín musical de Córdoba. (1)

La música en broma.

«Hoy, lector amable, voy a meterme con la milicia en lo que se refiere a la música que ameniza sus marchas, sus conciertos y todos aquellos actos que no podrían celebrarse decorosamente sin la cooperación de trompetas y trombones, de flautas y clarinetes. De sus notas militares voy a ocuparme un poco en estas notas civiles rompiendo en su favor una lanza, aunque esta no es cuestión de caballería, sino de infantes, que en España son los únicos que tienen música dentro del cuerpo… a que pertenecen.

Perdóneseme si estoy equivocado; pero yo creo que en el Ejército se atiende con poquísimo interés a la parte musical de los cuerpos. Salvo contadas ocasiones, los llamados a entender en estos menesteres conceden escasísimo valor al aludido elemento, que, a mi juicio, lo tiene muy grande.

¿Hay cosa más sonada en el Ejército que la música? Un batallón huérfano de música es un jardín sin flores, una botella sin vino, una mujer en los huesos.

Los directores de las bandas, a los que no pretendo dar un bombo, porque ya lo tienen, son artistas valiosos a quienes no se retribuye en la medida que merecen por la importancia de su actuación; importancia que es reconocida en los presupuestos a los que empuñan la espada y no a quienes empuñan la batuta, que no es un palitroque cualquiera, sino algo que hace su papel ante el papel de la partitura.

Y respecto a las huestes artísticas que los aludidos directores acaudillan, digo lo mismo que respecto a sus maestros, llamados vulgarmente músicos mayores por su sabiduría, no por su tamaño, puesto que los hay que son precisos bibelots con estrellitas enredadas en la lira de la manga.

A la parte de público sabedora de que hay bandas militares (¡Dios las bendiga!) que ejecutan pasodobles compuestos por mí entre novela y novela o entre poesía y artículo (que de todo hay que hacer), quizá le parezca interesado esto que expongo en pro de los músicos de tropa. Pero no es así; aunque declaro que todos los músicos, civiles y militares, blancos y negros, eclesiásticos y municipales, me inspiran interés por su condición artística. Mas estos renglones, a los que podrían poner música un Villa o un Marquina, un Power o un Cambronero, un Gassola o un Calés, van encaminados únicamente a poner de manifiesto la poca atención con que se mira la meritísima labor de los músicos militares y la parquedad en su retribución.

Sé que el Ejército, aun en tiempo de paz (que Dios guarde muchos años), requiere gastos enormes; pero por lo mismo que en ellos cabe mucho, sería muy loable que se remunerase mejor a los encargados de la solfa.

No propongo que un bombardino sea considerado como el coronel del cuerpo en donde sopla, ni que un saxofón en sí bemol cobre lo que un teniente general; pero que se les escatime las perras, no me suena bien. Porque hay músicos de madera con madera de buenos artistas; los hay que por el vil metal manejan bien el metal que no es vil, y los hay, en fin, con muy buenos golpes, que los palillos o el mazo se encargan de hacer llegar a todo el Mundo.

En suma, lector amigo, yo quisiera tener suficiente influencia cerca de los altos poderes para lograr que en los correspondientes presupuestos cupiese el merecido aumento en el número de músicos y en su dotación; yo quisiera que los jefes de los cuerpos considerasen que lo que llevan delante (me refiero a la banda) no es una obligada murga, sino una agrupación artística digna de la justicia que a toque de tambor pido para ella desde aquí, y, por último, quisiera que me dispensasen este atrevimiento y no me arrojasen de si con cajas destempladas.

Juan Pérez Zúñiga. 


(1) Hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional. 

 

 






 

Tipos raros. VII. El del orfeón.

  Dedicatoria. —¿Qué te parece Zúñiga si le dedicamos esta entrada del blog a mi hermano Juan y a sus compañeros del orfeón de veteranos d...