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miércoles, 3 de julio de 2024

Tipos raros. IV. La preguntona

 


Quién no ha dado en su vida con un machacón, o como en el caso que nos ocupa hoy, con una machacona. La Academia de la Lengua los define como personas que repiten algo con insistencia y pesadez. Lo que se dice un pesado de tomo y lomo, o en lenguaje más actual y humorístico (gracias, José Mota), un cansino. En suma, el machaca o la machaca, es el que te está fastidiando o tocando… la moral.

Este es el tipo que retrata Zúñiga en el capítulo cuarto de su galería de raros, del que no nos consta se publicara en la prensa, y lo hace con el telón de fondo del mundo de la tauromaquia, una de sus mayores aficiones.

Que lo disfruten. Les espero al final.

 

IV. La Preguntona

A este tipo le conocí en la novena. En la novena grada de la Plaza de Toros de Madrid.

Siempre que mi amigo Joaquinito Piltráfez había presenciado el espectáculo taurino en la expresada localidad, había tenido la suerte de que le tocase alguna vecina de asiento verdaderamente sugestiva y conmovedora, de esas que distraen con su hermosura y no dejan prestar a los lances de la fiesta la debida atención. Animado por la suerte de Piltráfez fui a la última corrida. Penetré en la novena grada y en vano miré en derredor mío: no había una sola mujer que valiera tres rábanos. En cambio había junto a mí una señora mayor lo más ridícula que puede imaginarse. Pelo escaso, pero estropajoso y blancuzco, debajo de un sombrerete adornado con cintajos y alcachofas y que parecía haber caído casualmente desde un balcón sobre aquella cabeza de Medusa; ojos con ribete cardenalicio y goteo perpetuo; mejillas policromas; dentadura desvanecida; cutis de arpillera y un gran manojo de flores cordiales en el sitio donde acostumbran los seres humanos a tener el pecho. Tales eran las circunstancias de mi vecina, unidas a un sistema nervioso tan levantisco y alterado que no dejó de obligarla a darme involuntarios codazos y pisotones durante toda la corrida.

Resignado ante tan espantosa vecindad y en mi manía de verlo todo por su lado mejor, pensé que junto a semejante esperpento, no perdería un detalle de la lidia y podría dedicar mi atención a una fiesta que tanto entusiasmo me inspira.

¡Pero cuán fácil es engañarse en este pícaro mundo! ¿Ustedes creen que aquella señora dejó de molestarme ni por un momento? Pues no; y para probarlo copio a continuación parte del interrogatorio a que tuvo a bien someterme.

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—Caballero ¿Quién es aquel torero del traje azul?

Bombita, señora.

—¿Pues no le habían cortado una pierna?

—Que yo sepa no le han cortado nada.

—¡Ah, sí! Es verdad. Ahora recuerdo que a quien se la cortaron fue al Tato. Usted dispense.

—No hay por qué.

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—Caballero, ¿van a picar a todos los toros?

—Si se dejan, sí, señora.

—¿Y qué hacen con los caballos muertos?

—Baúles y chorizos.

—¿Pero no vuelven a servir para otra corrida?

—Generalmente no.

—¿Y cómo andan los infelices con las tripas fuera?

—Bastante disgustados, probablemente.

—¡Pobrecillos! Son sin culpa ninguna los que más sufren en este espectáculo salvaje.

—¡Hay quien sufre más sin estar tan cerca del toro! —dije refiriéndome a mi humilde persona.

—¡Me dan una lástima! Y es que yo tengo pasión por los animales. Allá en Valdelachufa, donde tiene usted una choza, se me murió un potro hace dos meses, y todas las mañanas de nueve a doce le lloro y le rezo como si se tratara de un pariente.

—Pues reciba usted mi más sentido pésame.

—Gracias, caballero.

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—¡¡Ay!!

—¿Qué es eso, señora?

—Que creí que le cogía… ¡Vaya un susto! ¿Quién es ese de lo verde?

—El Pataterillo.

—¿Y sabe usted cuánto gana?

—No, señora.

—¡Pobre! Puede que le den un par de pesetas…

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—¡¡Ay!! (Esta vez al grito acompaña un pellizco que me hace saltar)

—¡Señora, por Dios!

—¿Pero no ha visto usted? Otra vez el toro detrás del mismo. ¿Le habrá tomado tirria? ¿Se la habrá tomado?

—¡Señora, no lo veo desde aquí!

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—Diga usted, ¿pueden subir los toros hasta la grada?

—Sí, señora; pero no acostumbran…

—La verdad es que yo no debería venir a ver estas cosas.

—¡Tiene usted razón!

—A esto no vienen más que cafres.

—Mil gracias.

—Si no fuera por la pícara curiosidad… Claro, como en Valdelachufa hay pocos aficionados a toros… Mi marido es uno de ellos.

—¿De cuáles?

—De los aficionados. Solamente logramos que echen novillos para el Cristo. Por eso hay que venir a Madrid para ver toros formales.

—¿Los de Valdelachufa no tienen formalidad?

—¡Qué guasón es usted!

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—¿Qué está haciendo aquel torero que mira a los palcos?

—Está brindando.

—¿Y qué dice?

—Señora, yo qué sé.

—¿Quién es?

Machaquito.

—¿Por qué le llaman así?

—Quizá porque de pequeño machacaría. También hay personas mayores que no dejan de machacar.

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—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! (Tres ayes y tres pellizcos).

—¡Señora, por Cristo padre! Serénese usted.

—¡Ahora sí que le ha matado! ¿Ve usted? Le llevan a la enfermería… Allí le cosen ¿verdad? ¿Cómo le cosen?

—A máquina, señora.

—¿Dónde tiene la herida?

—No se la veo. Probablemente será en la región glútea.

—¿En qué región?

—En la región del demonio que le aguante a usted más. Yo me voy a otra parte… a un burladero… al tejado… al infierno…

—¿Qué poco amable es usted?

—¡Y usted qué impertinente!

—Muchas gracias.

—¿Por qué no se ha quedado usted en Valdelachufa?

—Porque no le ha dado la gana, ni a mí tampoco— gritó, poniéndose en pie, un caballero tan ridículo como la espectadora y colindante con ella.

Y en medio de una algazara espantosa, en la que tomaron parte todos los concurrentes a la novena, el caballero exasperado, demostrando tener una constitución hercúlea, me agarró por el cogote y me sacudió tres achuchones monumentales.

Las subsiguientes bofetadas con que yo le obsequié se oyeron en Valdelachufa.

Y coreado por la rechifla general salimos al corredor hechos una pelota.

—Ya habrá usted comprendido—me dijo allí el forastero, —que yo soy el esposo de esta señora.

—¿Y por qué no le ha hecho a usted las dos mil preguntas que me ha hecho a mí?

Porque no le ha dado la gana.

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No quise perder más tiempo. Volví a mi localidad y el matrimonio cerril se fue de la plaza, de cuya grada novena conservaré siempre recuerdos horribles.

Cuando, de regreso de la corrida, me dirigía medio atolondrado a casa de Piltráfez, del abonado a la famosa grada, para ponerle verde por infundioso, me encontré a un tal D. Pascasio Bonetillo, hombre beato si los hay.

—¿A dónde se va? —le pregunté maquinalmente.

—A la novena— me respondió.

—Pues tenga usted cuidado, porque allí sacuden.

—¿Quién sacude?

—El marido de la preguntona—le dije yo, siguiendo mi camino y dejando al buen señor con la mano abierta y el rosario en la boca, o viceversa.

El Tato. 


Comentarios.

En los años que Zúñiga escribe La preguntona, en Madrid, se puede decir que solamente hay una plaza de toros de renombre, la de la Fuente del Berro que se situaba en el terreno en el que se construyó el actual Palacio de los Deportes, se inauguró en 1874 y pervivió hasta 1934. Fue el coso en donde se batieron en un duelo espectacular Frascuelo y Lagartijo, y torearon otras figuras como Guerrita o Bombita. Esa plaza relevó ese año a la de la Puerta de Alcalá, que situada entre las actuales calles de Claudio Coello y Conde de Aranda, desapareció con el plan urbanístico que dio origen al barrio de Salamanca. Una segunda plaza pero mucho más modesta se encontraba por el barrio de Tetuán de las Victorias y habría que esperar a 1931 para ver nacer a la monumental plaza de las Ventas, que todavía sigue regalándonos tardes de toros.

Cita Zúñiga varios nombres de toreros de su época: Bombita (Ricardo Torres Reina; 1879-1936); el Tato (Antonio Sánchez; 1831-1895) del que se cuenta, como lo señala Zúñiga en su narración, que perdió su pierna derecha por una infección tras una cogida; Machaquito (1880-1955); y al banderillero cordobés Pataterillo.

Descendientes de Juan Pérez Zúñiga nos han cedido las imágenes de varias postales fotográficas de toreros de ese momento, entre ellos el Tato, Frascuelo y Lagartijo.  

Hacia 1922 Zúñiga recopilaría en un libro varios textos relativos a los toros, en un tomo en el que también escribió sobre el tema musical, titulado Fermatas y banderillas.

Como cosa curiosa debemos fijarnos en el problema de los caballos de los picadores, los grandes sufridores de los primeros años de las fiestas taurinas; imágenes como la descrita por Zúñiga, en la que los equinos acababan con las tripas colgando debieron hacer reflexionar a los responsables sobre el asunto. La suerte de picas o suerte de varas parece ser que al principio se hacía “A caballo levantado”, siendo la mayoría de las veces el toro el que derribaba al caballo, y no al contrario como se podía esperar. La lógica evolución del festejo llevo a proteger al picador y a su montura, haciendo más largas las varas o cansando previamente al toro más de la cuenta, pero la medida más acertada fue la de proteger a los caballos con lo que se llamó caparazón.

Piltráfez y Pascasio Bonetillo son dos fichajes más para la familia de personajes de Zúñiga, así como Valdelachufa para la de sus pueblos.

El juego de palabras con el que comienza se construye en el número ordinal que hace referencia a las gradas de la plaza de toros, y la práctica de oraciones y rezos que con duración de nueve días se ofrecía a Dios, la Virgen y los santos.

De entre el vocabulario destacamos la palabra cafre, por ser de esa clase de palabras que con el tiempo sufre el martirio y la condena eterna. Sepan ustedes que hay un lugar en el mundo donde está prohibida su pronunciación. Palabra originaria del árabe Kafir designa a los paganos (no cristiano, en general) y de su utilización por los ingleses para designar a los habitantes de una zona de la actual Sudáfrica dio lugar al territorio llamado Cafrería y al apelativo de cafres a sus habitantes. Y allí en esa zona se castiga a todo el que utilice ese término.

Sufre Zúñiga un gran chasco cuando llega a la grada novena empujado por la recomendación de su amigo, pues allí no encuentra las mujeres bonitas que le ha descrito, pero piensa que la compañía de ese adefesio que le ha tocado de vecina hará que disfrute más de las faenas de los espadas. Y nosotros nos preguntamos, qué hubiera pasado si junto a él se hubiera sentado un bombón de mujer, o un pibón como se dice ahora. Pues seguramente don Juan hubiera sacrificado algún que otro lance para desviar su mirada en dirección a ella. Así era, según dicen, nuestro escritor festivo, un caballero pero un admirador empedernido de la belleza femenina. Y es que hablar de estas cosas da hasta miedo hoy en día. Parece que no hay valor para definir la belleza y reconocer que hay unos cánones que fijan lo hermoso, la beldad, lo lindo, unas normas o modelos que nos hemos dado las personas. Leches, ya sé que los feos también tenemos derecho a la vida, pero… no esperemos que nos piropeen, con que no se rían, ya nos basta.

Hasta la próxima. 

El inda de Zuñi. 

 

 

 
Frascuelo
Lagartijo


Fuentes:

Las plazas de toros históricas de Madrid | Toreteate.com

Hemeroteca Digital Biblioteca Nacional de España

Archivo y Biblioteca particular.

 

 


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