Dedicatoria.
—¿Qué te
parece Zúñiga si le dedicamos esta entrada del blog a mi hermano Juan y a sus
compañeros del orfeón de veteranos del Ejército?
—¿El orfeón de
veterinarios del Ejército?
—No, Zúñiga,
veteranos, ve-te-ra-nos….
—Ah, sí, por
supuesto.
Introducción.
Regresa Zúñiga
al tema de la música como telón de fondo de su historia. Esta vez para dar
cobertura a un maniático que nos dice es de primer orden, o sea, como si
dijéramos de primera división y como siempre de su mano aprenderemos o
recordaremos palabras, expresiones, cosas, lugares, hechos o personas.
Conozcamos al tipo raro del orfeón.
VII.- El del orfeón.
Mi vecino D.
Rufo Lobanillo es un maniático de primer orden. Un año le dio por dar paseos
largos, y en un solo día recorrió siete pueblos a pie. Otra vez le dio por
sacar fotografías, otras por representar comedias, y el año pasado, en fin, por
guisar y hacer flores.
Este año le ha
tocado el turno a la organización de un orfeón. Se ha dedicado a las voces, sin
salir de la vecindad; en ella tiene reunidos los necesarios elementos, y debido
a las condiciones filarmónicas que Dios le ha dado, y al entusiasmo con que ha
tomado su postrera manía, el éxito corona los esfuerzos del buen señor.
El personal
del orfeón es variado y hasta pintoresco.
En el grupo de
bajos figuran el sereno, la portera, un beneficiado de la Catedral, dos
capitanes que viven en el segundo, y un constructor de jaulas para grillos que
habita en el sotabanco del centro.
Los tenores
son numerosos y distinguidos; entre ellos recuerdo al dependiente de la taberna
de abajo; un profesor de inglés, inquilino del tercero; los hijos de doña Pía,
que parecen dos ruiseñores desmejorados; el magistrado del principal, que es el
primer barítono de la Audiencia, y un sastre que habita en el piso bajo, aunque
no lo suele pagar.
También D.
Rufo quiso meterme a mí en la combinación; pero me dejó en paz en cuando se
convención de que tengo menos voz que un bizcocho de canela. Lo único que yo
hago, sin querer, es trinar cuando ellos cantan.
El lugar
destinado para academia es el patio de la casa. Los orfeonistas se colocan
alrededor de un pozo, sobre cuyo brocal se encarama D. Rufo, batuta en mano, y
allí ensayan que se las pelan.
Por supuesto,
que el día menos pensado se hunde por el escotillón D. Rufo, y al compás de una
barcarola, da consigo en el agua del pozo.
¡Qué ensayitos
los del orfeón!... El magistrado da gallos, el inglés da gritos, el beneficiado
se desgañita, el tabernero se baja y la portera se pierde. Aquello es un
guirigay espantoso; pero D. Rufo está cada vez más contento y con mayores
ánimos de trabajar. El caso es que todos le respetan. Hasta se deja pegar por
don Rufo la masa coral! No es raro, pues, ver a D. Rufo con las manos en la
masa.
Pero con esto
del orfeón hay otra persona que goza tanto como D. Rufo, o más, si cabe. ¿Saben
ustedes quién? La señora de D. Rufo.
Tantos años ha
estado la pobre sufriendo la opresión de su extravagante marido, que hoy,
mientras este se haya entretenido con los canturreos colectivos, ella campa por
sus respetos, y sale y entra a su antojo, y no tiene que aguantar de su esposo
las rarezas, ni las manías, ni los malos humores.
El resto del
vecindario, o sea los inquilinos pacíficos e inofensivos como yo, hemos llegado
a estar del orfeón hasta la coronilla. Ya nos sabemos de memoria el «Coro de
repatriados», ya tenemos un «Himno a Santa Cecilia» en la boca del estómago, y
lo mismo decimos de otros himnos y de otras plegarias y de otras latas a voces
solas.
Pero no es esto
lo peor. Precisamente ahora están dale que le das estudiando una obra titulada La
batalla de Parañaque, verdadero lío musical descriptivo en que, además de
haber voces combinadas, hay descargas, canciones, toque de campanas, cohetes,
aullidos de fieras y otros detalles estruendosos, gracias a los cuales el
vecindario inofensivo sufre mientras D. Rufo goza.
En vano hemos
recurrido al director, pidiéndole por favor que suelte la batuta y que nos deje
en paz. D. Rufo tiene sugestionada a su gente, y no hay medio de conseguir
siquiera una tregua.
Verdaderamente
harto de aquella algarabía, y en nombre de los vecinos cuerdos, fui ayer a ver
al casero, hombre de buena presencia, un tanto mujeriego y no poco simpático y
hasta complaciente (rara avis) con sus inquilinos.
—Señor
Fernández —le dije, —mire usted; el tal D. Rufo nos tiene desesperados, porque
no se ocupa más que en dirigir su orfeón y ensayar atrocidades. El estará muy
entretenido; pero a mí no me deja trabajar a ninguna hora; además, los niños se
despiertan, los gatos se alborotan y la vajilla se resiente. Así, pues, ruego a
usted que prohíba tales excesos a D. Rufo, cuya señora, que por cierto es muy
guapa, tiene que campar por sus respetos, porque él la tiene abandonada por
atender al orfeón.
¡Necio de mí,
y qué embajada llevé al casero!... ¿Ustedes creen que se mostró dispuesto a
complacerme? Pues no hubo tal.
—Deje usted,
deje usted a D. Rufo con su manía—me dijo el hombre. Después de todo, su entretenimiento
es inocente; fomenta el arte y el buen gusto entre sus allegados, y dulcifica
seguramente no pocos genios agrios de la vecindad. La música es un arte
agradable, y yo creo que el orfeón de D. Rufo no perjudica tanto como usted
supone… Nada, nada, que siga; y de la señora abandonada…, no hablemos.
—Bueno— dije
yo; —pues que usted lo pase bien.
No hablamos
más, y salí haciéndome cruces y asombrado de la actitud del casero, porque
jamás había negado lo que en justicia se le pidiera.
¡Tonto de mí!
—vuelvo a repetir. — ¡No había yo caído en la cuenta de que, mientras D. Rufo
ensayaba, su apreciable señora se entendía precisamente con el casero!
¡Claro! ¡Cómo
habíamos de ablandar los vecinos tranquilos el corazón de Fernández!
Total: que D.
Rufo sigue berreando, su señora continúa demostrando que anda de vergüenza al
nivel del casero, y nosotros seguimos aguantando sus caprichos con relativa
resignación.
Y así
estaremos hasta que nos vayamos con la música a otra parte, porque, si
esperamos a que se vayan ellos, para rato hay.
Comentarios.
El nombre de
nuestro rarito de hoy, Rufo Lobanillo, es gracioso, pero no está relacionado con el tema,
pues un lobanillo es como un grano que te sale por el cuerpo, pero nos sirve para nuestro diccionario de nombres inventados por Zúñiga.
La manía de
este hombre, la última, pues al parecer no para de parir manías, es la de crear
con sus vecinos un orfeón, una coral, un coro, una reunión de personas para cantar
pero sin acompañamiento de instrumentos. Sus condiciones filarmónicas (su
pasión por la música) y su entusiasmo le llevan al éxito en la empresa acometida.
Nos repasa Zúñiga
la nómina de los protagonistas de esa agrupación musical, vecinos elegidos y
repartidos según sus voces; unos pasan a ser los bajos por sus voces más
graves; otros los tenores, con sus voces intermedias, algún barítono que viene
a estar entre los tenores y los bajos. Son todos vecinos, además del sereno; la
portera (única mujer, que no sabemos si será soprano, mezzosoprano o
contralto), un beneficiado de la Catedral (presbítero o eclesiástico que oficia
en la ella), dos capitanes, y un constructor, ahí es nada, de jaulas para
grillos y que vive en el sotabanco del centro, que es lo mismo que decir que viven
en la guardilla o buhardilla. Dependientes de taberna, profesor de
inglés, un magistrado, un sastre y los hijos de doña Pía, nombre este algo más
sonoro que el de Lobanillo.
El narrador de
la historia, nuestro Zúñiga, fue tentado para formar parte del orfeón, pero
consciente de su poca voz renunció, no dejando de reconocer que lo único que
le quedó fue el derecho a trinar (enojarse, rabiar, ¡estaba que trinaba!) cuando
tuvo que sufrir los cantos de sus convecinos.
El lugar de
los ensayos es el patio de la casa, y sobre el brocal de un pozo allí
existente, se coloca el director del orfeón, soñando Zúñiga se rompa la tapa
(que él llama escotillón, como las trampillas que hay en los escenarios de los
teatros por donde aparecen y desaparecen los actores y algún que otro objeto), y caiga D. Rufo al ritmo de una barcarola (composición de motivos marineros) precipitándose a las aguas
Despotrica Zúñiga
de los ensayos de la masa coral (orfeón) que hasta se deja pegar por su
director, de ahí que diga que muchas veces le pilla con las manos en la masa,
esto es, in fraganti. Gallos (notas falsas y chillonas), gritos (voz esforzada
y levantada), desgañitarse (enronquecer), guirigay (gritos, desorden,
confusión).
Pero resulta
que además de D. Rufo hay otra persona en la casa que disfruta tanto o más que
él con el asunto del orfeón, y se nos dice que es su propia esposa, su señora,
que desde que el marido pasa las horas del día dedicado al canto, ella campa
por sus respetos que es lo mismo que decir que campa a sus anchas, que hace lo
que le viene en gana, sin dar explicaciones a su cónyuge, ni aguantarle sus malos
humores (su mal genio, su malhumor).
Los vecinos
pacíficos, los que no colaboran con el coro, están hasta la coronilla (parte
más alta de la cabeza) que es decir que están hartos de sufrir al susodicho y
de escuchar repetidas veces algunas de sus piezas musicales, como El coro de
repatriados (una parte de la zarzuela Gigantes y Cabezudos. «Por
la patria te dejé, ay de mí! y con ansia allí pensé solo en ti. Y hoy, ya loco
de alegría, ¡ay, madre mía! me veo aquí.») o el himno a Santa Cecilia patrona
de la música, faltaría más.
Zúñiga y los demás sufridores acuden al casero (se supone que dueño de los pisos o los cuartos en donde habitan) para protestarles y pedir que se acaben los ensayos del coro, cada vez más ruidosos, causa cada vez de mayor algarabía (griterío confusión), hombre este, el casero que goza de buen predicamento entre los vecinos, por su afabilidad y simpatía, cosa rara entre los de su género (los caseros), o lo que es lo mismo rara avis, un caso singular de ellos.
Los sublevados vecinos, salen haciéndose cruces de la entrevista con el casero (asombrados y extrañados); el señor casero le había quitado importancia al asunto y bajo ningún concepto permitió que cesaran los ensayos del orfeón, pero claro ahí había gato encerrado, algo se ocultaba o estaba secreto.
Zúñiga acaba
cayendo en la cuenta; mientras D. Rufo da rienda suelta a su manía, su mujer
continua a sus anchas, y en esas anchas, entraba en juego el casero para entenderse
con ella.
Por último
decir que el 26 de noviembre de 1892, Zúñiga escribió para el Madrid cómico,
una poesía titulada El Orfeón de Don Antero, en la que claramente se comprueba
que sirvió de inspiración para escribir esta pequeña narración en prosa que
formó parte del libro Tipos raros.
Lo pueden comprobar ustedes mismos:
El orfeón de don Antero.
Desde que aquí vinieron
los orfeones
a amenizar las fiestas
con sus canciones,
don Antero, el vecino
que tengo al lado,
a organizar un coro
se ha dedicado.
Llamó un día al sereno
y a la portera
(que se canta de bajo
como cualquiera)
y a su primo Tadeo
(tenor segundo)
y a un hermano de leche
(bajo profundo)
y al barbero y a un joven
de Zalamea
que en la reuniones cursis
baritonea,
y les dijo: —Señores,
es necesario
que un orfeón formemos
extraordinario.
—¿Gruñirán los vecinos?
(dijo Tadeo)
—Que se quejen al nuncio
del mosconeo
(respondió el sinvergüenza
de mi vecino).
En fin, que hoy cantan ellos
mientras yo trino.
Por las noches estudian
entusiasmados
en el patio de casa
los condenados,
alrededor de un pozo
que hay en el centro.
(¡Permita Dios que alguno
se caiga dentro!)
El barbero da un gallo,
Tadeo grita,
el hermano de leche
se desgañita,
se sube un tono el chico
de Zalamea,
desafina el sereno
(costumbre fea),
la portera se pierde
(porque es muy bruta)
don Antero la pega con
la batuta,
y es la casa, en resumen,
un gallinero,
gracias a la ocurrencia
de don Antero,
de aquel posma que estaba
siempre encerrado
con su mujer en casa
malhumorado,
y Mercer a su coro
permite ahora
respirar a sus anchas
a la señora.
«¡Hay que ver al casero!
(dijimos todos).
Es preciso quejarnos
con buenos modos;
porque no hay quien trabaje
siempre que ensayan
y al escuchar el coro,
los gatos mayan,
se despiertan los niños,
dan malos ratos,
con el ruido se rompen
todos los platos,
y no hay Dios que soporte
la algarabía,
sobre todo escuchando
La Cazería,
obra que exige gritos,
canciones largas,
oraciones, cohetes
y hasta descargas.»
Dicho y hecho; cansado
de aquella gente,
fuíme a ver al casero
que vive enfrente,
y le dije: «Rodríguez,
es necesario
que usted libre de solfas
al vecindario.»
Y el casero me dijo:
pues ho hay tu tía;
seguirá don Antero
con su manía.»
Me quedé haciendo cruces
y sorprendido.
Mas lo comprendo todo,
porque he sabido
que mientras al ensayo
va don Antero,
su señora se entiende
con el casero.
Pd. Uno de los orfeones más antiguos de España puede que sea el Orfeón Pamplonés que data de 1865, siguiéndole en el tiempo el Orfeón Donostiarra que se creó en 1897.
Hasta la próxima amigos.
El inda de Zuñi.