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miércoles, 10 de julio de 2024

Tipos raros. VIII. La supersticiosa

 




Introducción.

Nos trae Zúñiga en su octavo capítulo quizá la rareza menos rara de todas las que nos describe en el libro, pues quién no ha conocido en su vida a algún personaje que, con mayor o menor intensidad no haya sufrido en su vida esa especie de miedo o parálisis ante lo que cree que le puede traer mal agüero. De hecho, yo, cada vez que me viene a la memoria alguno de ellos, cruzo los dedos.

Leamos al gran Zúñiga.

 

VIII.- La supersticiosa

 Abundan mucho las personas supersticiosas. Y hasta las hay que cultivan la superstición con verdadero entusiasmo, haciendo de ello alarde, como si no fuese un pecado de los que con más fuerza empujan a las almas hacia las tan reputadas calderas de Pedro Botero.

El derramamiento de la sal sobre el mantel (que es la más salada de las supersticiones).

La rotura de un espejo (cosa desde luego desagradable, si hay que reponerlo).

El nombrar a la…, eso, a la… (ya comprenderán ustedes que no aludo a la jirafa).

El que entre en el aposento un moscón de tripa negra.

El encontrarse al salir de casa un tuerto (aunque no tenga negra la tripa).

El dar vueltas a una silla (cosa de mal agüero para la alfombra).

La llegada del martes (sobre todo cuando el lunes se le ha concluido a uno el dinero).

He aquí unos cuantos hechos que suponen otras tantas desgracias más o menos próximas.

Así lo entienden los supersticiosos en general.

Pero yo tengo una vecina, llamada Doña Caralampia Lechuzín, que es una supersticiosa distinguida.

En un certamen de supersticiones, ahora que los concursos están de moda, Doña Caralampia lograría el premio de honor.

Sobre todo si el día de la adjudicación se la vertiera el vino en el mantel.

¡He sabido de ella unas cosas!...

Se le cae encima un armario lleno de ropa, la rompe la cabeza… ¡y dice que aquello es una desgracia!

¿Se pierde un billete de cien pesetas? ¡Malo!

¿Se le cae a la criada una liga en el cocido? ¡Malo también!

En fin, de supersticiones especiales y nunca oídas tiene la buena señora un repertorio magnífico.

¿De dónde habrá sacado que el encontrarse a un soldado de Calatayud y al mismo tiempo sentir picor en las pantorrillas es de buena sombra?

¿Quién le habrá dicho que es de mal agüero apretarse el corsé cuando hay un reo en capilla?

¿A quién habrá oído decir que si se derrama chocolate sobre el altar mayor, antes de un mes le dan viruelas al Alcalde del barrio?

Además, Doña Caralampia se guardará muy bien de tocar a un clavel rojo cuando esté constipada; porque para ella es indudable que dentro de aquel año se la extravía la cédula personal.

No recuerdo ahora qué otras extravagancias preocupan a mi vecina.

Lo que sí recuerdo es que un tal D. Ciriaco Pascual, sacerdote respetable que a la buena señora estima de veras, lleva mucho tiempo dedicado a quitarla de la cabeza semejantes tonterías, pues aparte de que son opuestas a los preceptos divinos, la obligan a vivir en continuo sobresalto, hasta el punto de quitarla el apetito muchas veces y el sueño no pocas, debiendo a estas causas el tener siempre un color de lechuga desconsolada y unas ojeras hasta las orejas.

—Señora— le dijo un día D. Ciriaco, — no siga usted ofendiendo a Dios. Mire usted: vamos a hacer unos ejercicios prácticos contra la superstición.

—Si usted me lo ordena…

—¿Ve usted ese moscón que zumba en los vidrios de la ventana?

—Sí, padre, ¿no le he de ver si parece un pavo?

—Bueno, pues mírele la tripa. ¿De qué color es?

—Negra como la de un carbonero.

—Corriente. Ahora, usted, impulsada por sus locas creencias, cogería los zorros y cometería con ellos el asesinato de ese pobre bicho, ¿no es verdad?

—Sí padre.

—Pues no, hija. ¿Quién sabe si ese moscón es un honrado padre de familia… de una familia de moscones inocentes? Y sobre todo ¿nos hace algún daño?

—No, señor.

—Que mosconea. ¿Y qué? ¿No mosconea también el barítono de ahí enfrente?

—¡Ya lo creo!

—¿Y por eso vamos a matarle?

—No, señor; el vecino es más inofensivo que el moscón.

—¿Por qué?

—Porque no tiene la tripa negra.

—Vamos, Doña Caralampia, no seamos así, y perdonemos la vida a ese animal.

—¿Al barítono?

—No, al moscón.

Y esto diciendo, abrió D. Ciriaco la vidriera y el fatídico insecto se fue a la calle tan agradecido y tan risueño.

Doña Caralampia quedó menos preocupada que otras veces, y al presbítero se le figuró que iba convirtiendo a su amiga.

Otro día le dijo esta:

—D. Ciriaco; al salir de casa he tropezado con un tuerto.

—Pues hija, esa no es ninguna desgracia.

—¿Usted me lo asegura?

—En absoluto. Yo, en cambio, al salir a la calle me he encontrado a un conocido mío que tiene todos sus ojos cabales.

—¿Y qué?

—Que me ha parado para pedirme dos duros. ¡Ya ve si eso es de mala sombra!

Y así, suavemente, iba D. Ciriaco combatiendo con éxito las arraigadas supersticiones de Doña Caralampia, de las cuales se prometía verla libre en poco tiempo.

Cuando estaba ya a punto de lograrse el triunfo deseado, llegó el día de San Caralampio bendito, y la víspera de tan señalado día le dijo la señora al sacerdote:

—Mañana celebro mi santo y espero que honrará usted mi mesa.

—Con mucho gusto, pero…

—No hay excusa. Si teme usted disgustarse porque yo me preocupe al ver que el vino se vierte o la sal se derrama, yo le prometo no tomar en cuenta nada de lo que ocurra. Ha llegado usted a convertirme por completo. No soy supersticiosa.

—Eso me complace mucho.

—Gracias. Pero le advierto que la comida será modesta: comida de familia nada más.

—¿Vienen sus hermanos de usted?

—Sí, los tres con sus tres esposas y los cinco niños del mayor.

—De modo señora, que en total seremos a la mesa…

—Trece, D. Ciriaco.

La fisonomía del sacerdote experimentó una contracción extraña. Despidióse algo pensativo y no pronuncio una palabra más.

Al día siguiente recibió Doña Caralampia una tarjeta que decía así:

Ciriaco Pascual. Ruega a su amiga doña Caralampia Lechuzín le dispense que no asista a la comida por encontrarse indispuesto.

 

Comentarios.

Ciertamente soy de la opinión de que la superstición no es cosa buena para el ser humano, y no ya por temer el castigo eterno en las calderas de ese Pedro Botero o Gotero que se viene citando desde los tiempos del ilustre Quevedo, sino simplemente por cuestión de salud y de tranquilidad de espíritu. Vivir asustado y temeroso temiendo que la conjunción de algunas circunstancias del devenir diario hagan recaer sobre nosotros un montón de calamidades no es, desde luego, plato de gusto, tanto para el que las sufre, como para el que escucha al sufridor su relato detallado.

Y si rara es la protagonista de esta historia, Caralampia Lechuzín, que ya forma parte de la lista de personajes zuñiguistas o zuñigueros, como prefieran ustedes bautizar a estos tipos de ficción, más raras son las supersticiones que anidan en su atormentado cerebro. Supongo las habrán leído. Hay entre ellas alguna que incluso no se atreve a nombrar y nos la deja en suspenso, creyendo yo que puede ser la parca la que origina ese miedo brutal.

Existe un San Caralampio, obispo cristiano primitivo que fue de la época del emperador romano Septimio Severo. Se dice que su nombre significa “el que brilla de alegría”, y el nombre de Lechuzín sería una clara alusión a la lechuza, animal con un conocido simbolismo de lo misterioso y enigmático en muchísimas culturas. Así pues alegría y superstición definirían a doña Caralampia Lechuzín, que llega a apretarse el corsé, prenda femenina que la Academia Española nos dice viene del francés como diminutivo de corps (cuerpo) con lo que podríamos pensar sería algo similar al corpiño (cuerpecito en portugués), y conociendo ambas prendas, el antiguo corsé y el moderno corpiño, agradecemos vivamente lo bien que ha tratado el progreso a las mujeres: de la opresora prenda a la sensual y delicada presencia.

¡Qué barbaridad! Voy a perder el hilo entre tanta prenda; se me olvidaba decir que ese apretón del corsé lo ejecuta doña Caralampia cuando sabe que hay un reo en capilla, es decir cuando algún presidiario está en ese tiempo de espera que va desde que se le comunica la sentencia de muerte hasta que lo ejecutan. En cierto modo es coherente la actitud de la susodicha supersticiosa pues el descrito cuadro carcelario es para cortar la respiración a cualquiera, con corsé o sin corsé.

Otro personaje comparte la historia con doña Caralampia; se trata de Ciriaco Pascual, un sacerdote, con nombre bien ajustado a su condición pues a la mente nos viene enseguida el Cirio Pascual, un cirio (de cera) grande con el que se bendice algunos oficios importantes de la liturgia cristiana.

Don Ciriaco se ha propuesto eliminar de doña Caralampia el feo vicio de la superstición. Y de sus conversaciones con la supersticiosa recabamos algunas palabras curiosas. Como, por ejemplo, esa expresión “corriente” nada corriente en nuestros días y que servía para manifestar nuestro acuerdo con algo, a manera de afirmación y entendimiento. Los “zorros” artilugio para la limpieza del polvo que aquí el que suscribe los conoció en su infancia y que han debido desaparecer hoy en día, pues yo no oigo más zorros que los de las películas de aventuras. Se trataba de un palo al que se unían unas tiras de piel o tela bien compacta con las que se sacudía el polvo de los muebles y las paredes. Pasar los zorros, como dar la cera o ahuecar los colchones, son frases de mi infancia que han dejado de usarse y son de las que están en el diccionario con telarañas.  Mosconear, o lo que es lo mismo, dar el coñazo (les prometo que está en el diccionario). Cabal, que además de ser también expresión de asentimiento (como si diéramos el OK) se utiliza para decir que está en situación perfecta aquello de lo que hablamos. Un hombre es cabal cuando es excelente y de otro que actúa de manera desordenada se dice que no está en sus cabales.

Para terminar, decir que con todo esto que nos cuenta Zúñiga la mayoría de las ocasiones, por no decir todas, quedará alterada nuestra fisonomía (aspecto particular de rostro de una persona), pues unas veces nos mostraremos ojipláticos y en otras las risas dibujarán sobre nuestra faz retorcidas muecas.

Muchas gracias por su atención.

Un saludo del Inda de Zuñi.



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