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domingo, 21 de julio de 2024

Tipos raros. XI.- El hombre pesado.

 



Introducción.

Undécimo tipo raro de Juan Pérez Zúñiga, y este de veras que lo es. Realmente no solo el tipo sino el relato entero que rezuma de principio a fin todas las cualidades del humor absurdo que alcanzaría grandes éxitos años después en la España de la posguerra. No fue Zúñiga el único representante de esta rama festiva de la literatura pues fueron también ilustres escritores Vital Aza, Sinesio Delgado, Melitón González, etc. Como decimos, en la descripción de este tipo raro, por pesado, Zúñiga utiliza las fórmulas clásicas del humor absurdo y delirante que es capaz de producir en igual medida desatadas respuestas de explosiva hilaridad como contundentes improperios de convencido desagrado. Vamos, risas y llantos. El humor es así.  

 

XI.- El hombre pesado.

     Ustedes no saben lo que es un hombre calmoso.

Lo sabrían, si hubieran conocido a D. Homobono Felpudo.

En venir al mundo tardó lo indecible.

Se cree que vino en pequeña velocidad, y hasta suponen algunos que hizo el viaje a pie, y deteniéndose en todos los ventorros del camino.

Fue D. Homobono la personificación de la calma en todos los actos de la vida.

Nadie podía comer con él. Cuando los demás llegaban a los postres, él todavía estaba en la sopa… del día anterior.

Empezó la carrera de Derecho; pero de seguirla, no la hubiera terminado jamás.

Solo en la primera asignatura invirtió diez cursos.

También es verdad que le suspendieron veinte veces.

Veintitrés años estuvo el hombre sosteniendo relaciones con la Bibiana.

Por fin se casó, aunque, según él, no había tenido tiempo de conocer bien a su futura.

Y así le salió el negocio.

Porque todo lo que tenía Homobono de pesado, lo tenía Bibiana de ligera.

¡Cometía unas ligerezas…!

La última fue su desaparición en un tren exprés con un primo ligerísimo que tenía y que era telegrafista, aunque ligeramente bizco.

Bibiana era un rayo, el primo un trueno, y D. Homobono un galápago tranquilo.

La fuga de Bibiana desesperó tanto al hombre calmoso, que este resolvió suicidare. Pero tardó seis años en realizar su horrible propósito.

El medio de efectuarlo era objeto de grandes vacilaciones para Homobono.

Una voz interior le decía —«No te pegues un tiro, que eso acabaría contigo inmediatamente.»

En sus excursiones a la sierra cercana, pensaba muchas veces: —«¿Qué haré para poner fin a mis días? ¿Me precipitaré por un abismo?»

Pero reflexionaba y desistía.

¿Por qué? Porque siempre había sido este su lema: «No hay que precipitarse.»

Por fin hubo de sentirse verdaderamente apenado, y resolvió arrojarse al patio de su casa desde el piso que ocupaba (quinto con entresuelo).

Si hubiera vivido en un segundo, no se hubiese decidido a volar. Pero desde un piso sexto, ya era otra cosa.

El camino era largo, y el suicida tardaría mucho en llegar al suelo, que era lo que deseaba, dada su pesadez.

Llegó el momento.

Después de escribir una carta de quince pliegos para despedirse de la criada, que era de la Inclusa, y otra para el juez de guardia, que era el del Hospicio, se despojó de su traje, lo cepilló muy despacito, él mismo pegó un botón que le faltaba al chaleco, dobló las prendas, las guardó en el armario, y se dirigió al balcón del comedor.

Abrióle reposadamente; invirtió dos horas y media en rezar un credo y encaramándose a la barandilla, ¡cataplum!, dejo caer por fuera su pesado cuerpo.

¡Qué terrible momento!

¡Y qué caso más raro!

Raro, porque otro mortal cualquiera hubiese llegado en un segundo a las piedras del patio. Pero el hombre calmoso, no.

Al contrario; llevó a cabo el viaje aéreo con una calma verdaderamente asombrosa. Y eso que se había tirado de cabeza.

En su descenso, al pasar junto a la ventana del piso tercero, vio asomado al vecino y le dijo:

—Abur.

Cerca del piso segundo, sintió cosquilleo en la nariz y se detuvo un momento a rascarse.

¡Y siempre de cabeza!

En el balcón del cuarto principal estaba la doncella sacudiendo un mantel.

Al verla el suicida, y sin abandonar su marcha descendente, dijo a la muchacha:

—Buenos días, Pepa.

—¿Qué es eso D. Homobono? —le preguntó la chica. —¿Va usted volando?

—No, hija.

—Como le veo por el aire… ¡Vaya un capricho!

—Es que me estoy suicidando.

—¡Pues cualquiera lo diría!

—Ya sabes que yo no me apresuro para nada.

—Pues abur…, y que Dios le despene a usted pronto.

—No hay prisa.

Tres metros antes de llegar al suelo, se enganchó por los pelos en un emparrado que cultivaba la portera, y arrancó un racimo de uvas para írselas comiendo por el camino que le restaba.

A la media hora de haberse lanzado al patio, llegó D. Homobono a las losas del mismo, y en ellas quedó el infeliz hecho una plasta, con el espinazo desenchufado, la nariz torcida, las entrañas en desorden, y el cerebro convertido en papilla. ¡Pobre señor!

¡Y todo por culpa de una mujer tan ligera de cascos! .....

……………………………………………………………………

En estado gravísimo fue conducido al hospital, y el médico de cabecera le dijo cariñosamente:

—¡Pero hombre de Dios!, ¿cómo se ha determinado usted a hacer un viaje vertical tan peligroso?

A lo que contestó el suicida, dejando transcurrir dos horas entre palabra y palabra:

—Señor mío, el viaje ha sido felicísimo. ¡Lo malo ha sido la llegada!

Las últimas noticias respecto al estado del hombre calmoso son muy alarmantes.

Pero no se apresure la Funeraria, porque hay para rato.

Los médicos dicen que cualquiera, en el caso de D. Homobono hubiera fallecido en seguida.

Este desdichado, no. Hoy se halla a las puertas de la muerte. Pero ¿cuándo entrará? ¡Dios lo sabe!

Como el infeliz es tan pesado para todo…

 

Comentarios.

Este relato lo hemos encontrado también publicado en la revista Blanco y negro del 17 de noviembre de 1900 y en El Defensor de Córdoba el 15 de noviembre de 1901.

En él Zúñiga se agarra a la acepción de tardo o muy lento que sobre la palabra pesado recoge el Diccionario de la RAE. Nuestro personaje de hoy se caracteriza pues por la lentitud en todos sus actos; es calmoso, cachazudo, parsimonioso y cansino (revela cansancio por su lentitud y pesadez de movimientos).

Para más inri se le bautiza como Homobono Felpudo (otro más para la galería de ilustres personajes creados por Zúñiga). Hombre bueno y felpudo, ese objeto de felpa, esa esterilla o estera que se coloca a la entrada de las casas y que solo es útil para ser pisada. No se diga más, la conjunción de hombre bueno y felpudo no parece muy gratificante desde el punto de vista de la autoestima.

Verdaderamente lo que le pasa a este hombre es algo inexplicable, no se pude decir con palabras, es indecible. Es la narración más surrealista de todos los tipos raros que hemos conocido hasta ahora. La descripción de su “vuelo” hacia el patio, con los educados saludos a sus vecinos, es graciosa, desternillante y acertada.

Juega, como siempre, con las palabras de una manera magistral, utilizando un vocabulario amplio y agradecido desde el punto de vista del casticismo madrileño.

De alguna cosa ligera, de poco peso, veloz, se pasa a la ligereza, ese actuar poco meditado de algunas personas (en este caso su prometida Bibiana, de la que se da a entender que es ligera de cascos, poco reflexiva), aunque en la mayoría de los casos, si se pregunta a la gente, seguro que asocian esa expresión a la promiscuidad.

La Inclusa y el Hospicio, dos instituciones de renombre en la historia de Madrid. Las inclusas fueron un conjunto de establecimientos que atendían a los niños abandonados. Su nombre, según la RAE, procede de Nuestra Señora de la Inclusa, virgen traída en el siglo XVI de la isla L’Ecluse, en Holanda, y que se colocó en la casa de expósitos de Madrid. Expósitos o expuestos, son los recién nacidos que se confían a un centro benéfico. Por su parte el Hospicio, es palabra procedente del latín que define el albergue o refugio (de hospitium, acción de acoger; de ahí hospitalidad). Y en el caso concreto de Madrid, el hospicio por antonomasia es el situado en la calle de Fuencarral, diseñado por Pedro de Ribera y que todo el mundo reconoce por su espectacular portada barroca churrigueresca. Con estas dos palabras y conceptos juega Zúñiga cuando nos dice que antes de precipitarse al vació, envió sendas cartas a su criada que era de la Inclusa y al juez, que era el del Hospicio.

En su “precipitación”, Homobono recibe de su vecina Pepa el deseo de que Dios le despene pronto. No se imaginen ustedes cosas raras. Despenar es como de manera coloquial se refiere en ocasiones al hecho de matar o quitar la vida. En Hispanoamérica se utiliza para el hecho de ayudar a morir al moribundo, y como no, también se entiende como sacar alguien de pena, conseguir que deje de estar afligido, si bien esta acepción ya se usa poco.

Y hasta aquí llego hoy, me despido de ustedes como lo hacen los vecinos del señor Felpudo, con un Abur que es también palabra curiosa pues es deformación de la interjección vasca agur que a su vez se tomó de la latina augurium (agüero). Vamos, lo que viene a ser ¡tengan ustedes buenas predicciones o señales, o buena suerte! La versión pagana del adiós. Algo parecido a ese zorionak que en vasco es felicidades, y que etimológicamente viene a ser “buenos pájaros” (buenos agüeros).

¡Agur, y cataplum! o ¡Adiós y cataplún! Que de las dos maneras se puede escribir esta palabra onomatopéyica que reproduce un ruido, explosión o golpe. 

miércoles, 10 de julio de 2024

Tipos raros. VIII. La supersticiosa

 




Introducción.

Nos trae Zúñiga en su octavo capítulo quizá la rareza menos rara de todas las que nos describe en el libro, pues quién no ha conocido en su vida a algún personaje que, con mayor o menor intensidad no haya sufrido en su vida esa especie de miedo o parálisis ante lo que cree que le puede traer mal agüero. De hecho, yo, cada vez que me viene a la memoria alguno de ellos, cruzo los dedos.

Leamos al gran Zúñiga.

 

VIII.- La supersticiosa

 Abundan mucho las personas supersticiosas. Y hasta las hay que cultivan la superstición con verdadero entusiasmo, haciendo de ello alarde, como si no fuese un pecado de los que con más fuerza empujan a las almas hacia las tan reputadas calderas de Pedro Botero.

El derramamiento de la sal sobre el mantel (que es la más salada de las supersticiones).

La rotura de un espejo (cosa desde luego desagradable, si hay que reponerlo).

El nombrar a la…, eso, a la… (ya comprenderán ustedes que no aludo a la jirafa).

El que entre en el aposento un moscón de tripa negra.

El encontrarse al salir de casa un tuerto (aunque no tenga negra la tripa).

El dar vueltas a una silla (cosa de mal agüero para la alfombra).

La llegada del martes (sobre todo cuando el lunes se le ha concluido a uno el dinero).

He aquí unos cuantos hechos que suponen otras tantas desgracias más o menos próximas.

Así lo entienden los supersticiosos en general.

Pero yo tengo una vecina, llamada Doña Caralampia Lechuzín, que es una supersticiosa distinguida.

En un certamen de supersticiones, ahora que los concursos están de moda, Doña Caralampia lograría el premio de honor.

Sobre todo si el día de la adjudicación se la vertiera el vino en el mantel.

¡He sabido de ella unas cosas!...

Se le cae encima un armario lleno de ropa, la rompe la cabeza… ¡y dice que aquello es una desgracia!

¿Se pierde un billete de cien pesetas? ¡Malo!

¿Se le cae a la criada una liga en el cocido? ¡Malo también!

En fin, de supersticiones especiales y nunca oídas tiene la buena señora un repertorio magnífico.

¿De dónde habrá sacado que el encontrarse a un soldado de Calatayud y al mismo tiempo sentir picor en las pantorrillas es de buena sombra?

¿Quién le habrá dicho que es de mal agüero apretarse el corsé cuando hay un reo en capilla?

¿A quién habrá oído decir que si se derrama chocolate sobre el altar mayor, antes de un mes le dan viruelas al Alcalde del barrio?

Además, Doña Caralampia se guardará muy bien de tocar a un clavel rojo cuando esté constipada; porque para ella es indudable que dentro de aquel año se la extravía la cédula personal.

No recuerdo ahora qué otras extravagancias preocupan a mi vecina.

Lo que sí recuerdo es que un tal D. Ciriaco Pascual, sacerdote respetable que a la buena señora estima de veras, lleva mucho tiempo dedicado a quitarla de la cabeza semejantes tonterías, pues aparte de que son opuestas a los preceptos divinos, la obligan a vivir en continuo sobresalto, hasta el punto de quitarla el apetito muchas veces y el sueño no pocas, debiendo a estas causas el tener siempre un color de lechuga desconsolada y unas ojeras hasta las orejas.

—Señora— le dijo un día D. Ciriaco, — no siga usted ofendiendo a Dios. Mire usted: vamos a hacer unos ejercicios prácticos contra la superstición.

—Si usted me lo ordena…

—¿Ve usted ese moscón que zumba en los vidrios de la ventana?

—Sí, padre, ¿no le he de ver si parece un pavo?

—Bueno, pues mírele la tripa. ¿De qué color es?

—Negra como la de un carbonero.

—Corriente. Ahora, usted, impulsada por sus locas creencias, cogería los zorros y cometería con ellos el asesinato de ese pobre bicho, ¿no es verdad?

—Sí padre.

—Pues no, hija. ¿Quién sabe si ese moscón es un honrado padre de familia… de una familia de moscones inocentes? Y sobre todo ¿nos hace algún daño?

—No, señor.

—Que mosconea. ¿Y qué? ¿No mosconea también el barítono de ahí enfrente?

—¡Ya lo creo!

—¿Y por eso vamos a matarle?

—No, señor; el vecino es más inofensivo que el moscón.

—¿Por qué?

—Porque no tiene la tripa negra.

—Vamos, Doña Caralampia, no seamos así, y perdonemos la vida a ese animal.

—¿Al barítono?

—No, al moscón.

Y esto diciendo, abrió D. Ciriaco la vidriera y el fatídico insecto se fue a la calle tan agradecido y tan risueño.

Doña Caralampia quedó menos preocupada que otras veces, y al presbítero se le figuró que iba convirtiendo a su amiga.

Otro día le dijo esta:

—D. Ciriaco; al salir de casa he tropezado con un tuerto.

—Pues hija, esa no es ninguna desgracia.

—¿Usted me lo asegura?

—En absoluto. Yo, en cambio, al salir a la calle me he encontrado a un conocido mío que tiene todos sus ojos cabales.

—¿Y qué?

—Que me ha parado para pedirme dos duros. ¡Ya ve si eso es de mala sombra!

Y así, suavemente, iba D. Ciriaco combatiendo con éxito las arraigadas supersticiones de Doña Caralampia, de las cuales se prometía verla libre en poco tiempo.

Cuando estaba ya a punto de lograrse el triunfo deseado, llegó el día de San Caralampio bendito, y la víspera de tan señalado día le dijo la señora al sacerdote:

—Mañana celebro mi santo y espero que honrará usted mi mesa.

—Con mucho gusto, pero…

—No hay excusa. Si teme usted disgustarse porque yo me preocupe al ver que el vino se vierte o la sal se derrama, yo le prometo no tomar en cuenta nada de lo que ocurra. Ha llegado usted a convertirme por completo. No soy supersticiosa.

—Eso me complace mucho.

—Gracias. Pero le advierto que la comida será modesta: comida de familia nada más.

—¿Vienen sus hermanos de usted?

—Sí, los tres con sus tres esposas y los cinco niños del mayor.

—De modo señora, que en total seremos a la mesa…

—Trece, D. Ciriaco.

La fisonomía del sacerdote experimentó una contracción extraña. Despidióse algo pensativo y no pronuncio una palabra más.

Al día siguiente recibió Doña Caralampia una tarjeta que decía así:

Ciriaco Pascual. Ruega a su amiga doña Caralampia Lechuzín le dispense que no asista a la comida por encontrarse indispuesto.

 

Comentarios.

Ciertamente soy de la opinión de que la superstición no es cosa buena para el ser humano, y no ya por temer el castigo eterno en las calderas de ese Pedro Botero o Gotero que se viene citando desde los tiempos del ilustre Quevedo, sino simplemente por cuestión de salud y de tranquilidad de espíritu. Vivir asustado y temeroso temiendo que la conjunción de algunas circunstancias del devenir diario hagan recaer sobre nosotros un montón de calamidades no es, desde luego, plato de gusto, tanto para el que las sufre, como para el que escucha al sufridor su relato detallado.

Y si rara es la protagonista de esta historia, Caralampia Lechuzín, que ya forma parte de la lista de personajes zuñiguistas o zuñigueros, como prefieran ustedes bautizar a estos tipos de ficción, más raras son las supersticiones que anidan en su atormentado cerebro. Supongo las habrán leído. Hay entre ellas alguna que incluso no se atreve a nombrar y nos la deja en suspenso, creyendo yo que puede ser la parca la que origina ese miedo brutal.

Existe un San Caralampio, obispo cristiano primitivo que fue de la época del emperador romano Septimio Severo. Se dice que su nombre significa “el que brilla de alegría”, y el nombre de Lechuzín sería una clara alusión a la lechuza, animal con un conocido simbolismo de lo misterioso y enigmático en muchísimas culturas. Así pues alegría y superstición definirían a doña Caralampia Lechuzín, que llega a apretarse el corsé, prenda femenina que la Academia Española nos dice viene del francés como diminutivo de corps (cuerpo) con lo que podríamos pensar sería algo similar al corpiño (cuerpecito en portugués), y conociendo ambas prendas, el antiguo corsé y el moderno corpiño, agradecemos vivamente lo bien que ha tratado el progreso a las mujeres: de la opresora prenda a la sensual y delicada presencia.

¡Qué barbaridad! Voy a perder el hilo entre tanta prenda; se me olvidaba decir que ese apretón del corsé lo ejecuta doña Caralampia cuando sabe que hay un reo en capilla, es decir cuando algún presidiario está en ese tiempo de espera que va desde que se le comunica la sentencia de muerte hasta que lo ejecutan. En cierto modo es coherente la actitud de la susodicha supersticiosa pues el descrito cuadro carcelario es para cortar la respiración a cualquiera, con corsé o sin corsé.

Otro personaje comparte la historia con doña Caralampia; se trata de Ciriaco Pascual, un sacerdote, con nombre bien ajustado a su condición pues a la mente nos viene enseguida el Cirio Pascual, un cirio (de cera) grande con el que se bendice algunos oficios importantes de la liturgia cristiana.

Don Ciriaco se ha propuesto eliminar de doña Caralampia el feo vicio de la superstición. Y de sus conversaciones con la supersticiosa recabamos algunas palabras curiosas. Como, por ejemplo, esa expresión “corriente” nada corriente en nuestros días y que servía para manifestar nuestro acuerdo con algo, a manera de afirmación y entendimiento. Los “zorros” artilugio para la limpieza del polvo que aquí el que suscribe los conoció en su infancia y que han debido desaparecer hoy en día, pues yo no oigo más zorros que los de las películas de aventuras. Se trataba de un palo al que se unían unas tiras de piel o tela bien compacta con las que se sacudía el polvo de los muebles y las paredes. Pasar los zorros, como dar la cera o ahuecar los colchones, son frases de mi infancia que han dejado de usarse y son de las que están en el diccionario con telarañas.  Mosconear, o lo que es lo mismo, dar el coñazo (les prometo que está en el diccionario). Cabal, que además de ser también expresión de asentimiento (como si diéramos el OK) se utiliza para decir que está en situación perfecta aquello de lo que hablamos. Un hombre es cabal cuando es excelente y de otro que actúa de manera desordenada se dice que no está en sus cabales.

Para terminar, decir que con todo esto que nos cuenta Zúñiga la mayoría de las ocasiones, por no decir todas, quedará alterada nuestra fisonomía (aspecto particular de rostro de una persona), pues unas veces nos mostraremos ojipláticos y en otras las risas dibujarán sobre nuestra faz retorcidas muecas.

Muchas gracias por su atención.

Un saludo del Inda de Zuñi.



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