Introducción.
Undécimo tipo
raro de Juan Pérez Zúñiga, y este de veras que lo es. Realmente no solo el
tipo sino el relato entero que rezuma de principio a fin todas las cualidades
del humor absurdo que alcanzaría grandes éxitos años después en la España de la
posguerra. No fue Zúñiga el único representante de esta rama festiva de la literatura
pues fueron también ilustres escritores Vital Aza, Sinesio Delgado,
Melitón González, etc. Como decimos, en la descripción de este tipo raro, por
pesado, Zúñiga utiliza las fórmulas clásicas del humor absurdo y delirante que
es capaz de producir en igual medida desatadas respuestas de explosiva hilaridad
como contundentes improperios de convencido desagrado. Vamos, risas y llantos.
El humor es así.
XI.- El hombre pesado.
Lo sabrían, si
hubieran conocido a D. Homobono Felpudo.
En venir al
mundo tardó lo indecible.
Se cree que
vino en pequeña velocidad, y hasta suponen algunos que hizo el viaje a pie, y
deteniéndose en todos los ventorros del camino.
Fue D.
Homobono la personificación de la calma en todos los actos de la vida.
Nadie podía
comer con él. Cuando los demás llegaban a los postres, él todavía estaba en la
sopa… del día anterior.
Empezó la
carrera de Derecho; pero de seguirla, no la hubiera terminado jamás.
Solo en la
primera asignatura invirtió diez cursos.
También es
verdad que le suspendieron veinte veces.
Veintitrés
años estuvo el hombre sosteniendo relaciones con la Bibiana.
Por fin se casó,
aunque, según él, no había tenido tiempo de conocer bien a su futura.
Y así le salió
el negocio.
Porque todo lo
que tenía Homobono de pesado, lo tenía Bibiana de ligera.
¡Cometía unas
ligerezas…!
La última fue
su desaparición en un tren exprés con un primo ligerísimo que tenía y que era
telegrafista, aunque ligeramente bizco.
Bibiana era un
rayo, el primo un trueno, y D. Homobono un galápago tranquilo.
La fuga de
Bibiana desesperó tanto al hombre calmoso, que este resolvió suicidare. Pero
tardó seis años en realizar su horrible propósito.
El medio de efectuarlo
era objeto de grandes vacilaciones para Homobono.
Una voz
interior le decía —«No te pegues un tiro, que eso acabaría contigo
inmediatamente.»
En sus
excursiones a la sierra cercana, pensaba muchas veces: —«¿Qué haré para poner
fin a mis días? ¿Me precipitaré por un abismo?»
Pero
reflexionaba y desistía.
¿Por qué?
Porque siempre había sido este su lema: «No hay que precipitarse.»
Por fin hubo
de sentirse verdaderamente apenado, y resolvió arrojarse al patio de su casa
desde el piso que ocupaba (quinto con entresuelo).
Si hubiera
vivido en un segundo, no se hubiese decidido a volar. Pero desde un piso sexto,
ya era otra cosa.
El camino era
largo, y el suicida tardaría mucho en llegar al suelo, que era lo que deseaba,
dada su pesadez.
Llegó el
momento.
Después de
escribir una carta de quince pliegos para despedirse de la criada, que era de
la Inclusa, y otra para el juez de guardia, que era el del Hospicio,
se despojó de su traje, lo cepilló muy despacito, él mismo pegó un botón que le
faltaba al chaleco, dobló las prendas, las guardó en el armario, y se dirigió
al balcón del comedor.
Abrióle
reposadamente; invirtió dos horas y media en rezar un credo y encaramándose a
la barandilla, ¡cataplum!, dejo caer por fuera su pesado cuerpo.
¡Qué terrible
momento!
¡Y qué caso
más raro!
Raro, porque
otro mortal cualquiera hubiese llegado en un segundo a las piedras del patio. Pero
el hombre calmoso, no.
Al contrario;
llevó a cabo el viaje aéreo con una calma verdaderamente asombrosa. Y eso que
se había tirado de cabeza.
En su
descenso, al pasar junto a la ventana del piso tercero, vio asomado al vecino y
le dijo:
—Abur.
Cerca del piso
segundo, sintió cosquilleo en la nariz y se detuvo un momento a rascarse.
¡Y siempre de
cabeza!
En el balcón
del cuarto principal estaba la doncella sacudiendo un mantel.
Al verla el
suicida, y sin abandonar su marcha descendente, dijo a la muchacha:
—Buenos días,
Pepa.
—¿Qué es eso
D. Homobono? —le preguntó la chica. —¿Va usted volando?
—No, hija.
—Como le veo
por el aire… ¡Vaya un capricho!
—Es que me
estoy suicidando.
—¡Pues
cualquiera lo diría!
—Ya sabes que
yo no me apresuro para nada.
—Pues abur…, y
que Dios le despene a usted pronto.
—No hay prisa.
Tres metros
antes de llegar al suelo, se enganchó por los pelos en un emparrado que
cultivaba la portera, y arrancó un racimo de uvas para írselas comiendo por el
camino que le restaba.
A la media
hora de haberse lanzado al patio, llegó D. Homobono a las losas del mismo, y en
ellas quedó el infeliz hecho una plasta, con el espinazo desenchufado, la nariz
torcida, las entrañas en desorden, y el cerebro convertido en papilla. ¡Pobre
señor!
¡Y todo por
culpa de una mujer tan ligera de cascos! .....
……………………………………………………………………
En estado
gravísimo fue conducido al hospital, y el médico de cabecera le dijo
cariñosamente:
—¡Pero hombre
de Dios!, ¿cómo se ha determinado usted a hacer un viaje vertical tan
peligroso?
A lo que
contestó el suicida, dejando transcurrir dos horas entre palabra y palabra:
—Señor mío, el
viaje ha sido felicísimo. ¡Lo malo ha sido la llegada!
Las últimas
noticias respecto al estado del hombre calmoso son muy alarmantes.
Pero no se
apresure la Funeraria, porque hay para rato.
Los médicos
dicen que cualquiera, en el caso de D. Homobono hubiera fallecido en seguida.
Este
desdichado, no. Hoy se halla a las puertas de la muerte. Pero ¿cuándo entrará?
¡Dios lo sabe!
Como el
infeliz es tan pesado para todo…
Comentarios.
Este relato lo hemos encontrado también publicado en la revista Blanco y negro del 17 de noviembre
de 1900 y en El Defensor de Córdoba el 15 de noviembre de 1901.
En él Zúñiga
se agarra a la acepción de tardo o muy lento que sobre la palabra
pesado recoge el Diccionario de la RAE. Nuestro personaje de hoy se
caracteriza pues por la lentitud en todos sus actos; es calmoso, cachazudo,
parsimonioso y cansino (revela cansancio por su lentitud y pesadez de
movimientos).
Para más inri
se le bautiza como Homobono Felpudo (otro más para la galería de
ilustres personajes creados por Zúñiga). Hombre bueno y felpudo, ese objeto de
felpa, esa esterilla o estera que se coloca a la entrada de las casas y que solo
es útil para ser pisada. No se diga más, la conjunción de hombre bueno y
felpudo no parece muy gratificante desde el punto de vista de la autoestima.
Verdaderamente
lo que le pasa a este hombre es algo inexplicable, no se pude decir con
palabras, es indecible. Es la narración más surrealista de todos los tipos
raros que hemos conocido hasta ahora. La descripción de su “vuelo” hacia el
patio, con los educados saludos a sus vecinos, es graciosa, desternillante y
acertada.
Juega, como
siempre, con las palabras de una manera magistral, utilizando un vocabulario
amplio y agradecido desde el punto de vista del casticismo madrileño.
De alguna cosa
ligera, de poco peso, veloz, se pasa a la ligereza, ese actuar
poco meditado de algunas personas (en este caso su prometida Bibiana, de la que
se da a entender que es ligera de cascos, poco reflexiva), aunque en la mayoría
de los casos, si se pregunta a la gente, seguro que asocian esa expresión a la promiscuidad.
La Inclusa y el Hospicio, dos instituciones de renombre en la historia de Madrid. Las inclusas fueron un conjunto de establecimientos que atendían a los niños abandonados. Su nombre, según la RAE, procede de Nuestra Señora de la Inclusa, virgen traída en el siglo XVI de la isla L’Ecluse, en Holanda, y que se colocó en la casa de expósitos de Madrid. Expósitos o expuestos, son los recién nacidos que se confían a un centro benéfico. Por su parte el Hospicio, es palabra procedente del latín que define el albergue o refugio (de hospitium, acción de acoger; de ahí hospitalidad). Y en el caso concreto de Madrid, el hospicio por antonomasia es el situado en la calle de Fuencarral, diseñado por Pedro de Ribera y que todo el mundo reconoce por su espectacular portada barroca churrigueresca. Con estas dos palabras y conceptos juega Zúñiga cuando nos dice que antes de precipitarse al vació, envió sendas cartas a su criada que era de la Inclusa y al juez, que era el del Hospicio.
En su “precipitación”,
Homobono recibe de su vecina Pepa el deseo de que Dios le despene
pronto. No se imaginen ustedes cosas raras. Despenar es como de manera
coloquial se refiere en ocasiones al hecho de matar o quitar la vida. En
Hispanoamérica se utiliza para el hecho de ayudar a morir al moribundo, y como
no, también se entiende como sacar alguien de pena, conseguir que deje de estar
afligido, si bien esta acepción ya se usa poco.
Y hasta aquí
llego hoy, me despido de ustedes como lo hacen los vecinos del señor Felpudo,
con un Abur que es también palabra curiosa pues es deformación de la
interjección vasca agur que a su vez se tomó de la latina augurium
(agüero). Vamos, lo que viene a ser ¡tengan ustedes buenas predicciones o señales,
o buena suerte! La versión pagana del adiós. Algo parecido a ese zorionak
que en vasco es felicidades, y que etimológicamente viene a ser “buenos pájaros”
(buenos agüeros).
¡Agur, y cataplum! o ¡Adiós y cataplún! Que de las dos maneras se puede escribir esta palabra onomatopéyica que reproduce un ruido, explosión o golpe.
Pobre Felpudo, precipitarse o pegarse un tiro es algo que no iba con su filosofía de vida.
ResponderEliminarJe je. Todo un tipo raro.
ResponderEliminarTipo raro de verdad. Yo diría que este humor, además de absurdo, es un tanto cruel, casi humor negro. Tus comentarios muy buenos. Sería muy interesante que suplantaras la identidad de Zuñiga y comentara tus comentarios. Seguro que lo harías bien.
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