Introducción.
Nos trae
Zúñiga en su octavo capítulo quizá la rareza menos rara de todas las que nos
describe en el libro, pues quién no ha conocido en su vida a algún personaje
que, con mayor o menor intensidad no haya sufrido en su vida esa especie de
miedo o parálisis ante lo que cree que le puede traer mal agüero. De hecho, yo,
cada vez que me viene a la memoria alguno de ellos, cruzo los dedos.
Leamos al gran
Zúñiga.
VIII.- La supersticiosa
El derramamiento
de la sal sobre el mantel (que es la más salada de las supersticiones).
La rotura de
un espejo (cosa desde luego desagradable, si hay que reponerlo).
El nombrar a
la…, eso, a la… (ya comprenderán ustedes que no aludo a la jirafa).
El que entre
en el aposento un moscón de tripa negra.
El encontrarse
al salir de casa un tuerto (aunque no tenga negra la tripa).
El dar vueltas
a una silla (cosa de mal agüero para la alfombra).
La llegada del
martes (sobre todo cuando el lunes se le ha concluido a uno el dinero).
He aquí unos
cuantos hechos que suponen otras tantas desgracias más o menos próximas.
Así lo
entienden los supersticiosos en general.
Pero yo tengo
una vecina, llamada Doña Caralampia Lechuzín, que es una supersticiosa
distinguida.
En un certamen
de supersticiones, ahora que los concursos están de moda, Doña Caralampia lograría
el premio de honor.
Sobre todo si
el día de la adjudicación se la vertiera el vino en el mantel.
¡He sabido de
ella unas cosas!...
Se le cae
encima un armario lleno de ropa, la rompe la cabeza… ¡y dice que aquello es una
desgracia!
¿Se pierde un
billete de cien pesetas? ¡Malo!
¿Se le cae a
la criada una liga en el cocido? ¡Malo también!
En fin, de
supersticiones especiales y nunca oídas tiene la buena señora un repertorio
magnífico.
¿De dónde
habrá sacado que el encontrarse a un soldado de Calatayud y al mismo tiempo
sentir picor en las pantorrillas es de buena sombra?
¿Quién le
habrá dicho que es de mal agüero apretarse el corsé cuando hay un reo en
capilla?
¿A quién habrá
oído decir que si se derrama chocolate sobre el altar mayor, antes de un mes le
dan viruelas al Alcalde del barrio?
Además, Doña Caralampia
se guardará muy bien de tocar a un clavel rojo cuando esté constipada; porque
para ella es indudable que dentro de aquel año se la extravía la cédula
personal.
No recuerdo
ahora qué otras extravagancias preocupan a mi vecina.
Lo que sí
recuerdo es que un tal D. Ciriaco Pascual, sacerdote respetable que a la buena señora
estima de veras, lleva mucho tiempo dedicado a quitarla de la cabeza semejantes
tonterías, pues aparte de que son opuestas a los preceptos divinos, la obligan
a vivir en continuo sobresalto, hasta el punto de quitarla el apetito muchas
veces y el sueño no pocas, debiendo a estas causas el tener siempre un color de
lechuga desconsolada y unas ojeras hasta las orejas.
—Señora— le
dijo un día D. Ciriaco, — no siga usted ofendiendo a Dios. Mire usted: vamos a
hacer unos ejercicios prácticos contra la superstición.
—Si usted me
lo ordena…
—¿Ve usted ese
moscón que zumba en los vidrios de la ventana?
—Sí, padre,
¿no le he de ver si parece un pavo?
—Bueno, pues
mírele la tripa. ¿De qué color es?
—Negra como la
de un carbonero.
—Corriente.
Ahora, usted, impulsada por sus locas creencias, cogería los zorros y cometería
con ellos el asesinato de ese pobre bicho, ¿no es verdad?
—Sí padre.
—Pues no,
hija. ¿Quién sabe si ese moscón es un honrado padre de familia… de una familia
de moscones inocentes? Y sobre todo ¿nos hace algún daño?
—No, señor.
—Que mosconea.
¿Y qué? ¿No mosconea también el barítono de ahí enfrente?
—¡Ya lo creo!
—¿Y por eso
vamos a matarle?
—No, señor; el
vecino es más inofensivo que el moscón.
—¿Por qué?
—Porque no
tiene la tripa negra.
—Vamos, Doña
Caralampia, no seamos así, y perdonemos la vida a ese animal.
—¿Al barítono?
—No, al
moscón.
Y esto
diciendo, abrió D. Ciriaco la vidriera y el fatídico insecto se fue a la calle
tan agradecido y tan risueño.
Doña Caralampia
quedó menos preocupada que otras veces, y al presbítero se le figuró que iba
convirtiendo a su amiga.
Otro día le
dijo esta:
—D. Ciriaco;
al salir de casa he tropezado con un tuerto.
—Pues hija,
esa no es ninguna desgracia.
—¿Usted me lo
asegura?
—En absoluto.
Yo, en cambio, al salir a la calle me he encontrado a un conocido mío que tiene
todos sus ojos cabales.
—¿Y qué?
—Que me ha
parado para pedirme dos duros. ¡Ya ve si eso es de mala sombra!
Y así,
suavemente, iba D. Ciriaco combatiendo con éxito las arraigadas supersticiones
de Doña Caralampia, de las cuales se prometía verla libre en poco tiempo.
Cuando estaba
ya a punto de lograrse el triunfo deseado, llegó el día de San Caralampio
bendito, y la víspera de tan señalado día le dijo la señora al sacerdote:
—Mañana
celebro mi santo y espero que honrará usted mi mesa.
—Con mucho
gusto, pero…
—No hay
excusa. Si teme usted disgustarse porque yo me preocupe al ver que el vino se vierte
o la sal se derrama, yo le prometo no tomar en cuenta nada de lo que ocurra. Ha
llegado usted a convertirme por completo. No soy supersticiosa.
—Eso me
complace mucho.
—Gracias. Pero
le advierto que la comida será modesta: comida de familia nada más.
—¿Vienen sus
hermanos de usted?
—Sí, los tres
con sus tres esposas y los cinco niños del mayor.
—De modo
señora, que en total seremos a la mesa…
—Trece, D.
Ciriaco.
La fisonomía
del sacerdote experimentó una contracción extraña. Despidióse algo pensativo y
no pronuncio una palabra más.
Al día
siguiente recibió Doña Caralampia una tarjeta que decía así:
Ciriaco Pascual.
Ruega a su amiga doña Caralampia Lechuzín le dispense que no asista a la comida
por encontrarse indispuesto.
Comentarios.
Ciertamente
soy de la opinión de que la superstición no es cosa buena para el ser humano, y
no ya por temer el castigo eterno en las calderas de ese Pedro Botero o Gotero que
se viene citando desde los tiempos del ilustre Quevedo, sino simplemente por cuestión
de salud y de tranquilidad de espíritu. Vivir asustado y temeroso temiendo que
la conjunción de algunas circunstancias del devenir diario hagan recaer sobre
nosotros un montón de calamidades no es, desde luego, plato de gusto, tanto
para el que las sufre, como para el que escucha al sufridor su relato
detallado.
Y si rara es
la protagonista de esta historia, Caralampia Lechuzín, que ya forma parte de la
lista de personajes zuñiguistas o zuñigueros, como prefieran ustedes bautizar a
estos tipos de ficción, más raras son las supersticiones que anidan en su
atormentado cerebro. Supongo las habrán leído. Hay entre ellas alguna que
incluso no se atreve a nombrar y nos la deja en suspenso, creyendo yo que puede
ser la parca la que origina ese miedo brutal.
Existe un San
Caralampio, obispo cristiano primitivo que fue de la época del emperador romano
Septimio Severo. Se dice que su nombre significa “el que brilla de alegría”, y el
nombre de Lechuzín sería una clara alusión a la lechuza, animal con un conocido
simbolismo de lo misterioso y enigmático en muchísimas culturas. Así pues alegría
y superstición definirían a doña Caralampia Lechuzín, que llega a apretarse el
corsé, prenda femenina que la Academia Española nos dice viene del francés como
diminutivo de corps (cuerpo) con lo que podríamos pensar sería algo similar al
corpiño (cuerpecito en portugués), y conociendo ambas prendas, el antiguo corsé
y el moderno corpiño, agradecemos vivamente lo bien que ha tratado el progreso
a las mujeres: de la opresora prenda a la sensual y delicada presencia.
¡Qué
barbaridad! Voy a perder el hilo entre tanta prenda; se me olvidaba decir que
ese apretón del corsé lo ejecuta doña Caralampia cuando sabe que hay un reo en
capilla, es decir cuando algún presidiario está en ese tiempo de espera que va desde
que se le comunica la sentencia de muerte hasta que lo ejecutan. En cierto modo
es coherente la actitud de la susodicha supersticiosa pues el descrito cuadro
carcelario es para cortar la respiración a cualquiera, con corsé o sin corsé.
Otro personaje
comparte la historia con doña Caralampia; se trata de Ciriaco Pascual, un
sacerdote, con nombre bien ajustado a su condición pues a la mente nos viene
enseguida el Cirio Pascual, un cirio (de cera) grande con el que se bendice
algunos oficios importantes de la liturgia cristiana.
Don Ciriaco se
ha propuesto eliminar de doña Caralampia el feo vicio de la superstición. Y de
sus conversaciones con la supersticiosa recabamos algunas palabras curiosas.
Como, por ejemplo, esa expresión “corriente” nada corriente en nuestros días y
que servía para manifestar nuestro acuerdo con algo, a manera de afirmación y
entendimiento. Los “zorros” artilugio para la limpieza del polvo que aquí el
que suscribe los conoció en su infancia y que han debido desaparecer hoy en
día, pues yo no oigo más zorros que los de las películas de aventuras. Se
trataba de un palo al que se unían unas tiras de piel o tela bien compacta con las
que se sacudía el polvo de los muebles y las paredes. Pasar los zorros,
como dar la cera o ahuecar los colchones, son frases de mi
infancia que han dejado de usarse y son de las que están en el diccionario con
telarañas. Mosconear, o lo que es
lo mismo, dar el coñazo (les prometo que está en el diccionario). Cabal,
que además de ser también expresión de asentimiento (como si diéramos el OK) se
utiliza para decir que está en situación perfecta aquello de lo que hablamos. Un
hombre es cabal cuando es excelente y de otro que actúa de manera desordenada
se dice que no está en sus cabales.
Para terminar,
decir que con todo esto que nos cuenta Zúñiga la mayoría de las ocasiones, por
no decir todas, quedará alterada nuestra fisonomía (aspecto particular de rostro
de una persona), pues unas veces nos mostraremos ojipláticos y en otras las
risas dibujarán sobre nuestra faz retorcidas muecas.
Muchas gracias
por su atención.
Un saludo del
Inda de Zuñi.
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