A este nuevo tipo de Zúñiga no le encuentro rareza alguna, salvo que defender la honra y la dignidad, mancilladas por una mujer infiel fuera en aquellos años alguna forma de actuar caduca y poco común entre los hombres, cosa que creo era más bien lo contrario. Y es que manita suave, protagoniza lo que hoy diríamos una historia de cuernos y su final, como verán ustedes, se explica bastante bien sin necesidad de ningún tipo de ayuda extraterrestre.
Que lo
disfruten.
I
—¿Quién le
afeita a usted, D. Rogaciano? —pregunté a un amigo mío, al verle con el cutis
facial más liso que una mesa de café.
—Un barbero
muy modesto y muy feo—me respondió; —pero que afeitando deja chiquito al
mismísimo Presidente del Consejo.
—¿Es de veras?
—Como usted lo
oye. Tiene la barbería en la calle del Sombrerete, núm. 7, y se llama
Berruguete. Pero le conoce todo el mundo por el apodo.
—¿Qué apodo
tiene?
—Manita suave.
Así le llaman; y efectivamente su mano es un verdadero prodigio de suavidad y
delicadeza. Cuando riza el bigote, experimenta el parroquiano un dulce
cosquilleo que le encanta. Cuando corta el pelo, adormece al interesado
haciéndole soñar las mayores delicias imaginables. En su mano suavísima las tijeras
no se sienten, el peine adquiere una virtud inexplicable, generadora de
placeres capilares sin cuento. Más de cuatro veces ha ocasionado desmayos y
congojas por el solo hecho de pasar su mano suave por la cabeza de los clientes
sensibles, para untarles de cosmético, o simplemente para sacarles la raya.
Pero cuando puede apreciarse hasta dónde es capaz Berruguete de electrizar a
sus abonados es en el acto de afeitar, en ese acto delicadísimo de la vida, que
tanto molesta cuando el que lo lleva a cabo, sobre charlar más de lo debido,
huele a judías trasnochadas y roza el ajeno cutis con unos dedos reveladores de
dos cosas: falta de aseo y abuso de tabaco malo. Berruguete jabona como los
propios ángeles acostumbran a jabonar en las barberías del cielo; y al descañonar
emplea tal mimo que todo el cuerpo de artillería se dejaría quitar los cañones
si supiera que lo hacían como lo hace Manita suave. Al pasar la navaja
por la mejilla produce en la epidermis tan profunda sensación de placer, que
muchos parroquianos se ponen malos durante la operación y hay que conducirlos
en coche a su domicilio.
—¡Vamos, D.
Rogaciano! —dije a mi amigo sin poderme contener. —Creo que usted exagera, y
que, hablando de su peluquero, a quien toma usted el pelo es a un servidor.
—Nada de eso.
Le juro a usted que hay sujeto que acude a que Manita suave le afeite,
para quedarse dulcemente adormecido en el sillón correspondiente, soñando allí
con hadas, ninfas y edenes, y teniendo que reprimirse mucho al despertar para
no dar un beso a Berruguete. ¡Vaya una mano la suya!... Hasta cuando la
extiende para cobrar acusa una suavidad maravillosa.
—¿Y usted es
de los que frecuenta el establecimiento?
—Sí, señor. No
hay quien me quite de afeitarme allí tres o cuatro veces al día, sin contar los
rizados, rasuramientos y demás caricias encomendadas a Berruguete; porque
caricias podemos llamar a los extraordinarios servicios de Manita suave.
II
Pasó tiempo,
mucho tiempo.
Apenas me
acordaba de mi conversación con D. Rogaciano cuando fui a verle un día, porque él
llevaba muchos sin lucir su gentil figura por esos mundos de Dios, y caí en
sospechas de que algo malo podía pasarle.
Entré en su
casa y un criado me dijo, hablando muy quedo, que el pobre señor se hallaba en
cama, víctima de una inflamación facial espantosa.
Contrariado
por la noticia iba a retirarme, cuando se me presentó la esposa de D.
Rogaciano, de muy mal talante, y me hizo pasar a su gabinete, atención que
agradecí mucho, pues aquella señora me podría dar detalles de la indisposición
de mi amigo.
—¡Rogaciano es
dos monstruos! —exclamó la acongojada señora.
—¿Dos?
—Sí, señor,
dos —añadió enjugándose las lágrimas con el tapete del velador. —Es un monstruo
de infidelidad y además es un monstruo por la hinchazón de la cabeza.
—¿Qué me dice
usted? —pregunté asombrado.
—No quiero repetirlo.
—¡Señora…!
No sé por qué
me acordé entonces de nuestro diálogo referente al sin igual barbero, y suponiendo
que aquella inflamación podía provenir de alguna navaja inoculada, dije inocentemente
a mi no menos inflamada interlocutora:
—Tal vez sea
cosa de la barbería…
—¡Ah! ¿Luego
usted lo sabe todo?
—No, señora;
le juro a usted que no sé nada.
—Pues yo no me
muerdo la lengua.
—En eso hace
usted perfectamente.
—Verá usted.
Mi marido frecuentaba la barbería de Berruguete más de lo regular; porque decía
que el maestro tenía una mano muy suave para servirle. Pero ¡ay, amigo mío!, la
suave no era precisamente la mano de Berruguete, sino la mujer del propio barbero,
que le tenía sorbido el seso a mi Rogaciano. Creo que ella es muy guapa y muy
alegre, y como Rogaciano ni es feo ni triste, se liaron de la manera más
infame. Así estuvieron una temporada, e indudablemente lo pasarían «al pelo» en
la peluquería y fuera de ella. Pero todo se paga en este mundo; llegó un día en
que Berruguete, o sea Manita suave, pescó por casualidad a su mujer dando
a mi marido un retrato y pelos, y yo no sé con la infiel qué barbaridad haría
el barbero; lo que sé es que cogió a Rogaciano, y de la bofetada que le propinó
le dejó sin sentido, le produjo seis chichones en la caída, le saltó tres muelas
y dos colmillos, y le puso la nariz como un tomate y el ojo derecho como un
huevo frito. La inflamación se apoderó inmediatamente de aquella cabeza
descompuesta, y ahí le tiene usted en la cama, todo entrapajado y hecho un
dolor por causa de aquella terrible pero merecida bofetada.
—¡Vaya por
Dios, señora!
—¿Quiere usted
pasar a verle?
—Con mucho
gusto.
Y esto dicho,
me puse en pie, seguí a la esposa ultrajada y penetré en la alcoba de
Rogaciano, el cual, con la cabeza rodeada de vendas que solo le dejaban al
descubierto el ojo izquierdo y un pómulo de color de chocolate, me dijo con
apagada voz:
—¡Aquí me
tiene usted, amigo mío, hecho una lástima por culpa del Berruguete de quien le
hablé! Pero, en medio de todo, no he salido mal librado, gracias a Dios.
—¿Por qué?
—¡Porque
calcule usted lo que me hubiera ocurrido si Berruguete no llega a ser un
barbero de esos que tienen la mano suave!...
Comentarios.
En este nuevo
capítulo de los tipos raros de Zúñiga, que retomamos, después de unos días de
descanso, presenciamos, como señalamos en la introducción, un caso, que por desgracia
hasta hoy sigue estando presente. La violencia relacionada con el ámbito
doméstico o familiar, si bien, Zúñiga lo narra con la benevolencia de aquella
época, y sin dar muchos detalles sobre lo sufrido por la mujer. Es el hombre,
el marido infiel, el que se lleva la parte publicada del castigo. Y bien
merecido lo tiene, se decía siempre, y se seguirá diciendo per sécula
seculórum.
Comenzaremos con
la señalización de los nombres. Rogaciano, el protagonista y sufridor de las “caricias”
de manita suave, no nos dice nada claro relacionado con el tema.
El apodo de “manita
suave” es el quid del asunto, pues ahí reside la gracia del personaje, todo
dulzura en su profesión, toda una bestia defendiendo su honor, apodo que esconde a Berruguete el barbero, (que tampoco nos dice mucho) pero Zúñiga juega con las rimas
contando que vive en la calle del Sombrerete número siete. Calle a la que más
adelante volveremos.
Del oficio de
peluquero destacamos el verbo descañonar. Yo no voy mucho a arreglarme la
barba a las peluquerías, y desconozco si se sigue usando esta palabra que hace
mención al hecho de pasar la navaja a contrapelo, para apurar más el corte,
después del primer rape, o sea el primer corte que se hace deprisa y sin cuidado,
el primer rasurado, palabra que suena mejor que la que utiliza Zúñiga, pues rasuramiento
no la contempla la RAE. Y por último, pasar algo al pelo, es pasarlo a
la medida de nuestro deseo, como lo pasaron Rogaciano y la mujer de Berruguete,
sin duda.
En cuestión de frases, morderse la lengua, es lo que en ocasiones tenemos que hacer más de uno para
no soltar por nuestra boca de todo cuando nos hacen alguna trastada, y hablar
muy quedo, es el habla baja que apenas se oye. Más
liso que la mesa de un café, hade referencia, sin duda, por lo pulimentadas que estaban, a las
mesas de mármol de los antiguos cafés.
Dejar
chiquito al mismísimo Presidente del Consejo afeitando, puede hacer alusión
a que los Presidentes del Consejo, lo que son hoy los presidentes del gobierno,
eran señalados por el pueblo como los responsables de afeitar a los
contribuyentes, o lo que es lo mismo de exprimir al ciudadano a base de
impuestos.
Un Velador es una mesita de un solo pie, redonda por lo común y Entrapajar, es envolver con trapos alguna parte del cuerpo herida o enferma.
No tenemos ni idea de lo que quiere decir Zúñiga con «pescó por casualidad a su mujer dando a mi marido un retrato y pelos.»
Pero hemos de terminar, y lo haremos cumpliendo la promesa de volver a la calle Sombrerete, calle madrileña que une la de Lavapiés y la
de Mesón de Paredes.
Pedro de Répide en su libro sobre las calles de Madrid, nos dice de esa calle que «a pesar de ser de denominación ridícula, recuerda un episodio altamente dramático de nuestra historia.» Y es que resulta que su nombre original es el del Sombrerete del Ahorcado y está relacionado con la condena a muerte a un tal Gabriel de Espinosa, pastelero de Madrigal, acusado de hacerse pasar por el rey D. Sebastián de Portugal, monarca que había sido dado por desaparecido en la batalla de Alcazarquivir en 1578. Nuestro insigne dramaturgo José Zorrilla llevó esta historia al teatro en su conocida obra Traidor, inconfeso y mártir.
Según Répide, que fue el primer representante del Cuerpo de Cronistas Oficiales de la
Villa de Madrid, hay visos de verosimilitud en este relato, pues en el proceso
acusatorio contra Gabriel de Espinosa, un monje, fray Miguel de los Santos, fiel
predicador del rey Sebastián, le fue leal y declaró a su favor, constatando la
verdadera identidad del reo, circunstancia que también le acabaría costando la vida.
Pues bien, este
fray Miguel es quien protagoniza en realidad el episodio del sombrerete. Camino del cadalso
fue paseado por las calles de Madrid, con pregoneros delante, con una capa negra y un
sombrerillo, prenda que una vez ahorcado el fraile, siguió paseando por Madrid
en la punta de un palo hasta que fue depositado en el lugar que hoy conocemos como
La Corrala, en donde permaneció tanto tiempo que acabó dando nombre a la
calle.
Hasta la próxima.
Felices sueños.
¡Muy bueno! ¡Al pelo!
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