domingo, 7 de julio de 2024

Tipos raros. VII. El del orfeón.

 


Dedicatoria.

—¿Qué te parece Zúñiga si le dedicamos esta entrada del blog a mi hermano Juan y a sus compañeros del orfeón de veteranos del Ejército?

—¿El orfeón de veterinarios del Ejército?

—No, Zúñiga, veteranos, ve-te-ra-nos….

—Ah, sí, por supuesto. 

 

Introducción.

Regresa Zúñiga al tema de la música como telón de fondo de su historia. Esta vez para dar cobertura a un maniático que nos dice es de primer orden, o sea, como si dijéramos de primera división y como siempre de su mano aprenderemos o recordaremos palabras, expresiones, cosas, lugares, hechos o personas. Conozcamos al tipo raro del orfeón.

 

VII.- El del orfeón.

Mi vecino D. Rufo Lobanillo es un maniático de primer orden. Un año le dio por dar paseos largos, y en un solo día recorrió siete pueblos a pie. Otra vez le dio por sacar fotografías, otras por representar comedias, y el año pasado, en fin, por guisar y hacer flores.

Este año le ha tocado el turno a la organización de un orfeón. Se ha dedicado a las voces, sin salir de la vecindad; en ella tiene reunidos los necesarios elementos, y debido a las condiciones filarmónicas que Dios le ha dado, y al entusiasmo con que ha tomado su postrera manía, el éxito corona los esfuerzos del buen señor.

El personal del orfeón es variado y hasta pintoresco.

En el grupo de bajos figuran el sereno, la portera, un beneficiado de la Catedral, dos capitanes que viven en el segundo, y un constructor de jaulas para grillos que habita en el sotabanco del centro.

Los tenores son numerosos y distinguidos; entre ellos recuerdo al dependiente de la taberna de abajo; un profesor de inglés, inquilino del tercero; los hijos de doña Pía, que parecen dos ruiseñores desmejorados; el magistrado del principal, que es el primer barítono de la Audiencia, y un sastre que habita en el piso bajo, aunque no lo suele pagar.

También D. Rufo quiso meterme a mí en la combinación; pero me dejó en paz en cuando se convención de que tengo menos voz que un bizcocho de canela. Lo único que yo hago, sin querer, es trinar cuando ellos cantan.

El lugar destinado para academia es el patio de la casa. Los orfeonistas se colocan alrededor de un pozo, sobre cuyo brocal se encarama D. Rufo, batuta en mano, y allí ensayan que se las pelan.

Por supuesto, que el día menos pensado se hunde por el escotillón D. Rufo, y al compás de una barcarola, da consigo en el agua del pozo.

¡Qué ensayitos los del orfeón!... El magistrado da gallos, el inglés da gritos, el beneficiado se desgañita, el tabernero se baja y la portera se pierde. Aquello es un guirigay espantoso; pero D. Rufo está cada vez más contento y con mayores ánimos de trabajar. El caso es que todos le respetan. Hasta se deja pegar por don Rufo la masa coral! No es raro, pues, ver a D. Rufo con las manos en la masa.

Pero con esto del orfeón hay otra persona que goza tanto como D. Rufo, o más, si cabe. ¿Saben ustedes quién? La señora de D. Rufo.

Tantos años ha estado la pobre sufriendo la opresión de su extravagante marido, que hoy, mientras este se haya entretenido con los canturreos colectivos, ella campa por sus respetos, y sale y entra a su antojo, y no tiene que aguantar de su esposo las rarezas, ni las manías, ni los malos humores.

El resto del vecindario, o sea los inquilinos pacíficos e inofensivos como yo, hemos llegado a estar del orfeón hasta la coronilla. Ya nos sabemos de memoria el «Coro de repatriados», ya tenemos un «Himno a Santa Cecilia» en la boca del estómago, y lo mismo decimos de otros himnos y de otras plegarias y de otras latas a voces solas.

Pero no es esto lo peor. Precisamente ahora están dale que le das estudiando una obra titulada La batalla de Parañaque, verdadero lío musical descriptivo en que, además de haber voces combinadas, hay descargas, canciones, toque de campanas, cohetes, aullidos de fieras y otros detalles estruendosos, gracias a los cuales el vecindario inofensivo sufre mientras D. Rufo goza.

En vano hemos recurrido al director, pidiéndole por favor que suelte la batuta y que nos deje en paz. D. Rufo tiene sugestionada a su gente, y no hay medio de conseguir siquiera una tregua.

Verdaderamente harto de aquella algarabía, y en nombre de los vecinos cuerdos, fui ayer a ver al casero, hombre de buena presencia, un tanto mujeriego y no poco simpático y hasta complaciente (rara avis) con sus inquilinos.

—Señor Fernández —le dije, —mire usted; el tal D. Rufo nos tiene desesperados, porque no se ocupa más que en dirigir su orfeón y ensayar atrocidades. El estará muy entretenido; pero a mí no me deja trabajar a ninguna hora; además, los niños se despiertan, los gatos se alborotan y la vajilla se resiente. Así, pues, ruego a usted que prohíba tales excesos a D. Rufo, cuya señora, que por cierto es muy guapa, tiene que campar por sus respetos, porque él la tiene abandonada por atender al orfeón.

¡Necio de mí, y qué embajada llevé al casero!... ¿Ustedes creen que se mostró dispuesto a complacerme? Pues no hubo tal.

—Deje usted, deje usted a D. Rufo con su manía—me dijo el hombre. Después de todo, su entretenimiento es inocente; fomenta el arte y el buen gusto entre sus allegados, y dulcifica seguramente no pocos genios agrios de la vecindad. La música es un arte agradable, y yo creo que el orfeón de D. Rufo no perjudica tanto como usted supone… Nada, nada, que siga; y de la señora abandonada…, no hablemos.

—Bueno— dije yo; —pues que usted lo pase bien.

No hablamos más, y salí haciéndome cruces y asombrado de la actitud del casero, porque jamás había negado lo que en justicia se le pidiera.

¡Tonto de mí! —vuelvo a repetir. — ¡No había yo caído en la cuenta de que, mientras D. Rufo ensayaba, su apreciable señora se entendía precisamente con el casero!

¡Claro! ¡Cómo habíamos de ablandar los vecinos tranquilos el corazón de Fernández!

Total: que D. Rufo sigue berreando, su señora continúa demostrando que anda de vergüenza al nivel del casero, y nosotros seguimos aguantando sus caprichos con relativa resignación.

Y así estaremos hasta que nos vayamos con la música a otra parte, porque, si esperamos a que se vayan ellos, para rato hay.

 

Comentarios.

El nombre de nuestro rarito de hoy, Rufo Lobanillo, es gracioso, pero no está relacionado con el tema, pues un lobanillo es como un grano que te sale por el cuerpo, pero nos sirve para nuestro diccionario de nombres inventados por Zúñiga.

La manía de este hombre, la última, pues al parecer no para de parir manías, es la de crear con sus vecinos un orfeón, una coral, un coro, una reunión de personas para cantar pero sin acompañamiento de instrumentos. Sus condiciones filarmónicas (su pasión por la música) y su entusiasmo le llevan al éxito en la empresa acometida.

Nos repasa Zúñiga la nómina de los protagonistas de esa agrupación musical, vecinos elegidos y repartidos según sus voces; unos pasan a ser los bajos por sus voces más graves; otros los tenores, con sus voces intermedias, algún barítono que viene a estar entre los tenores y los bajos. Son todos vecinos, además del sereno; la portera (única mujer, que no sabemos si será soprano, mezzosoprano o contralto), un beneficiado de la Catedral (presbítero o eclesiástico que oficia en la ella), dos capitanes, y un constructor, ahí es nada, de jaulas para grillos y que vive en el sotabanco del centro, que es lo mismo que decir que viven en la guardilla o buhardilla. Dependientes de taberna, profesor de inglés, un magistrado, un sastre y los hijos de doña Pía, nombre este algo más sonoro que el de Lobanillo.

El narrador de la historia, nuestro Zúñiga, fue tentado para formar parte del orfeón, pero consciente de su poca voz renunció, no dejando de reconocer que lo único que le quedó fue el derecho a trinar (enojarse, rabiar, ¡estaba que trinaba!) cuando tuvo que sufrir los cantos de sus convecinos.

El lugar de los ensayos es el patio de la casa, y sobre el brocal de un pozo allí existente, se coloca el director del orfeón, soñando Zúñiga se rompa la tapa (que él llama escotillón, como las trampillas que hay en los escenarios de los teatros por donde aparecen y desaparecen los actores y algún que otro objeto), y caiga D. Rufo al ritmo de una barcarola (composición de motivos marineros) precipitándose a las aguas

Despotrica Zúñiga de los ensayos de la masa coral (orfeón) que hasta se deja pegar por su director, de ahí que diga que muchas veces le pilla con las manos en la masa, esto es, in fraganti. Gallos (notas falsas y chillonas), gritos (voz esforzada y levantada), desgañitarse (enronquecer), guirigay (gritos, desorden, confusión).

Pero resulta que además de D. Rufo hay otra persona en la casa que disfruta tanto o más que él con el asunto del orfeón, y se nos dice que es su propia esposa, su señora, que desde que el marido pasa las horas del día dedicado al canto, ella campa por sus respetos que es lo mismo que decir que campa a sus anchas, que hace lo que le viene en gana, sin dar explicaciones a su cónyuge, ni aguantarle sus malos humores (su mal genio, su malhumor).

Los vecinos pacíficos, los que no colaboran con el coro, están hasta la coronilla (parte más alta de la cabeza) que es decir que están hartos de sufrir al susodicho y de escuchar repetidas veces algunas de sus piezas musicales, como El coro de repatriados (una parte de la zarzuela Gigantes y Cabezudos. «Por la patria te dejé, ay de mí! y con ansia allí pensé solo en ti. Y hoy, ya loco de alegría, ¡ay, madre mía! me veo aquí.») o el himno a Santa Cecilia patrona de la música, faltaría más.

Zúñiga y los demás sufridores acuden al casero (se supone que dueño de los pisos o los cuartos en donde habitan) para protestarles y pedir que se acaben los ensayos del coro, cada vez más ruidosos, causa cada vez de mayor algarabía (griterío confusión), hombre este, el casero que goza de buen predicamento entre los vecinos, por su afabilidad y simpatía, cosa rara entre los de su género (los caseros), o lo que es lo mismo rara avis, un caso singular de ellos. 

Los sublevados vecinos, salen haciéndose cruces de la entrevista con el casero (asombrados y extrañados); el señor casero le había quitado importancia al asunto y bajo ningún concepto permitió que cesaran los ensayos del orfeón, pero claro ahí había gato encerrado, algo se ocultaba o estaba secreto. 

Zúñiga acaba cayendo en la cuenta; mientras D. Rufo da rienda suelta a su manía, su mujer continua a sus anchas, y en esas anchas, entraba en juego el casero para entenderse con ella. 

Por último decir que el 26 de noviembre de 1892, Zúñiga escribió para el Madrid cómico, una poesía titulada El Orfeón de Don Antero, en la que claramente se comprueba que sirvió de inspiración para escribir esta pequeña narración en prosa que formó parte del libro Tipos raros.  

Lo pueden comprobar ustedes mismos: 

El orfeón de don Antero.

Desde que aquí vinieron

los orfeones

a amenizar las fiestas

con sus canciones,

don Antero, el vecino

que tengo al lado,

a organizar un coro

se ha dedicado.

Llamó un día al sereno

y a la portera

(que se canta de bajo

como cualquiera)

y a su primo Tadeo

(tenor segundo)

y a un hermano de leche

(bajo profundo)

y al barbero y a un joven

de Zalamea

que en la reuniones cursis

baritonea,

y les dijo: —Señores,

es necesario

que un orfeón formemos

extraordinario.

—¿Gruñirán los vecinos?

(dijo Tadeo)

—Que se quejen al nuncio

del mosconeo

(respondió el sinvergüenza

de mi vecino).

En fin, que hoy cantan ellos

mientras yo trino.

Por las noches estudian

entusiasmados

en el patio de casa

los condenados,

alrededor de un pozo

que hay en el centro.

(¡Permita Dios que alguno

se caiga dentro!)

El barbero da un gallo,

Tadeo grita,

el hermano de leche

se desgañita,

se sube un tono el chico

de Zalamea,

desafina el sereno

(costumbre fea),

la portera se pierde

(porque es muy bruta)

don Antero la pega con

la batuta,

y es la casa, en resumen,

un gallinero,

gracias a la ocurrencia

de don Antero,

de aquel posma que estaba

siempre encerrado

con su mujer en casa

malhumorado,

y Mercer a su coro

permite ahora

respirar a sus anchas

a la señora.

«¡Hay que ver al casero!

(dijimos todos).

Es preciso quejarnos

con buenos modos;

porque no hay quien trabaje

siempre que ensayan

y al escuchar el coro,

los gatos mayan,

se despiertan los niños,

dan malos ratos,

con el ruido se rompen

todos los platos,

y no hay Dios que soporte

la algarabía,

sobre todo escuchando

La Cazería,

obra que exige gritos,

canciones largas,

oraciones, cohetes

y hasta descargas.»

Dicho y hecho; cansado

de aquella gente,

fuíme a ver al casero

que vive enfrente,

y le dije: «Rodríguez,

es necesario

que usted libre de solfas

al vecindario.»

Y el casero me dijo:

pues ho hay tu tía;

seguirá don Antero

con su manía.»

Me quedé haciendo cruces

y sorprendido.

Mas lo comprendo todo,

porque he sabido

que mientras al ensayo

va don Antero,

su señora se entiende

con el casero.

 

Pd. Uno de los orfeones más antiguos de España puede que sea el Orfeón Pamplonés que data de 1865, siguiéndole en el tiempo el Orfeón Donostiarra que se creó en 1897.


Hasta la próxima amigos. 

El inda de Zuñi. 




viernes, 5 de julio de 2024

Tipos raros. VI. El romero consecuente

 

Introducción

Este nuevo capítulo de los Tipos raros de Juan Pérez Zúñiga se publicó con anterioridad al libro en el Madrid cómico del 19 de mayo de 1900 y también en la revista Actualidades del 18 de mayo de 1902, pero con el título, en ambas casos de Un romero consecuente.

Un pobre hombre que es fiel a su asistencia anual a la romería más famosa de Madrid, y que por lo tanto es consecuente con sus creencias y devociones, es incluido en la nómina de personas que destacan por sus rarezas. Y eso por qué, pregunté a Zúñiga, y el me atacó diciéndome ¿pero lo has leído, chaval? Sí claro, y por eso creo que, quizá otro adjetivo, pues, igual le hubiera venido mejor al susodicho, con perdón de los perdones.

Pero bueno, lo dejo en la mano de los lectores del blog, por si quieren pronunciarse al respecto.

 

VI. El romero consecuente

Entre los muchos cortesanos y aun forasteros que acuden a la famosa romería de San Isidro, los hay verdaderamente fanáticos, que desde su más tierna infancia van todos los años al lugar de la fiesta, y antes que perderla, perderían la miaja de cabeza que gastan para andar por el mundo.

Verdad es que algunos la pierden en la misma romería.

Pues bien, mi amigo Isidro Romero y Tostón figura entre los más empedernidos entusiastas de la aludida juerga campestre y es digno de ser citado como un modelo de madrileños tradicionalistas.

Nada tendría de extraño que lo fuera, si realmente se divirtiese en la romería; pero lo incomprensible es que jamás regresó de la fiesta sin renegar de ella y sin jurar no volver en su vida a ver las barbas del Santo en su propia salsa, o sea en la ermita donde se le venera.

Pero vuelve, ¡ya lo creo que vuelve!, y cada vez con más afán.

En fin, para juzgar el tipo, baste saber lo que le ocurrió el día de San Isidro del año pasado.

A las seis de la mañana, y en compañía (o mejor dicho, en batallón) de su mujer, su suegra, su cuñada, siete hijos, el novio de la cuñada, un perro de aguas, dos criadas de lo mismo, y llevando además de la familia un dolor de muelas más agudo que un do de pecho, salió de su casa con rumbo a la romería mi buen Romero.

Otro cualquiera, en vista de las circunstancias, hubiera renunciado a las delicias de la fiesta sustituyendo el aguardiente por la creosota y el silbato por el gatillo; mas para que D. Isidro interrumpiera su inveterada costumbre, hubiera sido preciso que aquella mañana se hubiese encontrado en el periodo agónico, cuando menos.

Para llegar pronto a la feria tomaron un ómnibus, en el cual pasaron muchos berrinches. Lo que no pasaron fue el puente de Toledo, como pensaban, pues la rotura del eje de las ruedas les obligó a seguir un pie tras otro el resto del camino, pero no sin tener que rascarse el bolsillo el cabeza de familia y pagar el viaje completo; con lo cual, los partidos por el eje fueron dos: el carruaje y D. Isidro.

A su llegada al lugar de la fiesta, el pobre Romero se encontró con un inglés sumamente grosero, que le saludó con las palabras del ángel… caído, diciéndole:

—D. Isidro, usted tiene mucha familia, pero muy poca vergüenza.

—Señor mío…

—Nada, nada. ¿Le parece a usted bien esto de venir a gastarse lo que me debe en muñecos de barro y en rosquillas tontas?

—Bueno, bueno D. Próspero. Mañana hablaremos.

Mas como el bárbaro del acreedor empleara voces y ademanes descompasados, la gente se arremolinó y la terminación de la inoportuna entrevista fue acompañada por un coro de silbatos y trompetillas capaz de avergonzar al ciudadano más fresco.

Mala compra de rosquillas hizo después don Isidro. Casi todas ellas sabían a aceite de ricino. En cambio, estaban más duras que el corazón del inglés y la tal dureza hubo de producir las consecuencias naturales; muchos dientes de los pequeñuelos y no pocas muelas de los adultos saliéronse de madre y fueron a confundirse con el polvo del piso.

D. Isidro se mercó luego un clásico botijo con el asa llena de verrugas y con un pitorro encantador, cacharro por el cual dio un duro y le devolvieron al hombre dos pesetas, pero completamente falsas.

Siete pitos de los más sonoros fueron recibiendo toda la mañana los resoplidos continuados de los siete retoños en torno del papá, a quien llegó a costarle la broma un sentido, porque le dejaron sordo.

—Yo chero ver el ¡pim, pam, pum! —dijo luego el más chiquitín.

—Yo también— gritaron todos.

Y no hubo más remedio. Penetraron en una tienda destinada a la diversión de tumbar muñecos a pelotazo limpio, y a D. Isidro ¡siempre oportuno!, se le ocurrió decir:

—¡Hombre, cómo se parece a Maura ese moro de la derecha! Mas casualmente le oyó un primo del aludido y le dijo a Romero:

—Usted es quien se parece a un insolente.

—Caballero, yo no le consiento…

Ignoro lo que pasaría entre los dos. Lo cierto es que fue monumental el puntapié que don Isidro recibió en el Pim, pam, pum.

Repuestos del incidente, siguieron su camino, llegaron a la ermita y, como es natural, penetraron en ella para saludar a San Isidro y a su señora, Santa María de la Cabeza; pero fueron víctimas de pisotones, codazos y rasguños, y lo que es peor: el reloj de D. Isidro cambió allí de dueño por arte de magia.

Fuera de sí D. Isidro y fuera del templo toda la familia, dirigiéronse a la pradera famosa; pero no así como se quiera, sino perseguidos siempre por la desgracia, pues entre la apiñada muchedumbre se escabulló Camilín, el penúltimo de los Romeritos, y desapareció de la vista de sus padres. Inútil es decir los apuros que D. Isidro y su gente pasaron hasta que providencialmente dieron con el paradero de su criatura, que estaba con la boca abierta mirando a un hombre que en calzoncillos de punto comía lumbre sobre un tablado, mientras una apreciables tía suya tocaba el bombo, también en paños menores.

Ya en la pradera, se columpiaron los novios y entraron todos a ver las ratas sabias, la mujer gigante y un fenómeno que tenía seis cabezas y le salían los pies por la boca del estómago, dejándose D. Isidro un dineral en la expedición, cosa que, agregada al dolor de muelas, siempre en crescendo le dio muchísimo gusto.

Harto de contrariedades, disponíase a volver al hogar, cuando gritaron los siete vástagos de Romero.

—Papá, queremos desayunarnos.

—Sí, sí—añadió la cuñada.

—¿Y qué vamos a tomar? —preguntó el gorrón del novio.

—¡Leche! —exclamó D. Isidro muy enfadado.

Y con el asentimiento de la esposa y el visto bueno de la suegra y el regocijo de toda la troupe, entraron en una lechería muy maja, formada con lienzos y banderas, en donde varias chulapas servían al público leche de Las Navas «vista ordeñar.»

La familia de Romero, incluso el perro de aguas se atracó de agua de almidón, extraída de unas cabras de guardarropía allí presentes, por cuyo líquido tuvo mi pobre amigo que dar quince pesetas, entre las cuales intentó pasar las dos falsas; pero lo que pasó fue un sofocón terrible; pues una de las camareras, antigua novia suya abandonada por él aprovechó la ocasión para armarle tal escándalo, que por poco van a la prevención todos aquellos sujetos, más sujetos todavía.

Como era natural, agriado el humor de los grandes y de los chicos con tales peripecias, era imposible que la leche le cayera bien a ninguno. Así es que no se hicieron esperar mucho los consiguientes retortijones, trasudores y angustias en todos aquellos vientres hasta entonces puros y tranquilos, teniendo que añadir a tanta desdicha la caída y rotura del botijo de Romero, que quedó despitorrado para siempre.

Cabizbajos, doloridos y saqueados, regresaron al hogar los miembros de la familia de don Isidro, el cual, como todos los años, juró no volver a la romería.

Pero no escarmienta. Este año ha vuelto… Ha vuelto a ser víctima de análogas desventuras.

Y mientras viva no faltará jamás a la fiesta clásica de Madrid.

En fin, dejémosle con su capricho y admiremos en él al héroe de la romería; al mártir de la tradición.


 


Comentarios.

Teatro, música, toros, gracias a sus escritos vamos conociendo los gustos y aficiones de Juan Pérez Zúñiga. Madrileño de pura cepa, nacido en la calle Toledo frente a la Real Colegiata de San Isidro en donde reposan los restos del santo labrador junto a los de su mujer Santa María de la Cabeza, y viviendo encima del café, hoy desparecido, que llevaba el mismo nombre del patrón de Madrid, no pudo menos que sentir algo especial por los festejos que han rodeado y rodearan siempre la celebración del día de San Isidro. Con este telón de fondo, nos narra Zuñi las peripecias de este desventurado romero consecuente, que aprovechamos para señalar como una conquista más para la lista de nombres caricaturescos del autor que seguimos: Isidro Romero y Tostón. Nítida declaración de intenciones: el nombre del santo, participante de la romería, y persona un poco sin sustancia.

Algo tendrán la romería y las fiestas de San Isidro para que, a pesar de las contrariedades, siempre se acabe volviendo a ellas. Y es que son tremendamente familiares, alegremente divertidas y musicales, y repleta de curiosa parafernalia. Los chotis, los botijos, los pitos, las rosquillas tontas y las listas; las atracciones, la mujer gigante, las ratas sabias, el pim pam pum; los parajes de la zona, el puente de Toledo, la campa del santo y por supuesto la ermita. Lugares en los que el bueno de Isidro se tiene que ir rascando el bolsillo, cuando no se lo rasca a él sin que se de cuenta algún pillastre de los que circulan por ahí. O también rincones en los que se topa con su inglés particular, don Próspero, otro nombre para la galería, que le reprocha se gaste el dinero y no le salde la deuda contraída.

Son tantas las desgracias que le pasan al protagonista que al final llegamos a comprender el mensaje de Zúñiga; ¡pero qué personaje más raro este Isidro Romero y Tostón! ¡Madre mía!, verdaderamente cuesta creer que quiera regresar todos los años a la romería si siempre sale escaldado de ella. Aceptamos consecuente, como tipo raro de gente. 

Pero no nos queremos despedir sin repasar como en otras ocasiones algunas de las palabrejas que enriquecen nuestro vocabulario.

Miaja es una palabra sincopada de migaja que viene a significar una menudencia de algo. Sincopar es suspender un sonido dentro de una palabra, y por su sonoridad parecida buscamos la palabras síncope y vemos que se trata de una suspensión súbita y momentánea del corazón que produce pérdida del conocimiento. En las palabras suspendemos sonidos y en el corazón latidos. Curioso.

La creosota es un liquido que se utilizaba para evitar que las carnes y las maderas no se pudrieran. Se sacaba del alquitrán y de un color pardo amarillento y sabor urente (otra palabreja: que escuece, que es abrasivo).

Las costumbres inveteradas son aquellas que vienen de antiguo que están arraigadas entre las gentes.

¡Un berrinche! ¿Quién no ha tenido un berrinche en su infancia? O quien no ha visto a un niño patalear, llorar y chillar que es lo mismo. Pues esta irritación extrema procede del vocablo Verraco que es el señor padre de los cerdos. Como no sea por lo que chillan cuando los sacrificas.

Rascarse el bolsillo ya habrán adivinado que es arañar con la mano buscando las monedas y billetes para tener que pagar algo, un poco a regañadientes, de mal gana.

Las carretas y los automóviles pueden sufrir la rotura de un eje, haciendo que las ruedas vayan cada una por un lado, pues bien, a las personas también nos pueden partir por el eje, esto es, dejarnos partidos en lo que estábamos haciendo, paralizando nuestro entusiasmo, nuestra carrera, nuestra afición por algo, tirados, pero recuperables.

El Ángel caído es el demonio; el inglés el acreedor, y salirse de madre pasarse de lo que habitualmente hacemos, aunque en el texto Zúñiga lo utiliza como desparrame o desbordamiento de las muelas.

El Aceite de ricino es algo que asusta, dada su utilización como purgante, así que unas rosquillas con ese sabor, pues, como alguna clase de seta...mejor a la cuneta, no vaya a ser que nos vayamos de vareta (suframos una diarrea).

De las rosquillas también nos dice que pueden estar duras y las compara con el corazón de los ingleses (acreedores) nada dados a dejarse ablandar la víscera cordial para que perdonen las deudas.

Los trasudores son sudores tenues y leves; una troupe, un grupo de personas que van juntas o que actúan de manera similar.

Se dice que una cosa es de guardarropía cuando aparenta, de forma ostentosa, lo que no es. En este caso ¡unas cabras! ¿Pues qué eran? Y encima de ellas se extraía agua de almidón, que no encuentro lo que es.

Las chulapas servían leche de Las Navas (del Marqués), muy famosas y conocidas y que solían venderse en el apeadero del ferrocarril de aquella población a los viajeros que descendían a estirar las piernas camino de Ávila. De esa leche nos dice Zúñiga era servida «vista ordeñar» expresión que viene a dar a entender que iba prácticamente de la ubre al vaso.  

Para acabar, ese botijo del romero señor Romero, instrumento que no puede faltar en el repertorio de utensilios del día de San Isidro, ese botijo, digo, que se cae y se queda despitorrado, perdiendo el tubito por donde se escancia el agua hacia la boca, nos está hablando más del mundo taurino, pues despitorrado es para la RAE el toro que tiene rota una o las dos astas, pero conservando siempre en ellas algo de punta, y no nos dice nada, pero nada, de los botijos.

 Esperando no haberles cansado en demasía, se despide hasta la próxima:

El inda de Zuñi. 

jueves, 4 de julio de 2024

Tipos raros. V.- El perpetuo inamovible

 



Introducción.

Está visto que hay tipos raros hasta más allá de la muerte y que cesar en el mundo de los vivos no es causa que te impida seguir ostentando ese título que Zúñiga endilga a alguno de sus semejantes. El ejemplo de hoy es buena muestra de lo que digo. Lean, lean, y verán hasta dónde llega la imaginación de nuestro escritor favorito.

Texto. 

V.- El perpetuo inamovible.

(Diálogo en una portería)

—Y diga, usté, doña Nemesia, con esto del cambio de Ministerio, ¿limpiarán el comedero a sus hermanos de usté?

—No, Petra. A mis hermanos jamás les dejan cesantes. Siempre los han respetado desde que entraron en Hacienda.

—¿Y hace mucho que entraron?

—Antes de que mataran a Prim.

—¿Qué dice usté, señora? ¿Conque fueron ellos?

—No, hija- Quiero decir que a raíz de aquel suceso los emplearon, y por lo visto son inmuebles, porque nunca los tocan.

—No les pasa lo que a mí. En tres meses, cuatro porterías.

—Pues otro caso de inamovilitud fue mi marido, que esté en gloria. Entró en el Ayuntamiento a los quince años, y no salió hasta que dejó este pícaro mundo.

—¡Buena encerrona!

—Cuarenta y cinco años estuvo sirviendo en el ramo de limpiezas. Precisamente por eso me casé con él; ya sabe usted lo limpia que soy.

—¡Pues ya pudo limpiar algo en cuarenta y cinco años!

—Y no estuvo más tiempo allí, porque después de muerto le hubieran tomado asco en las oficinas municipales.

—Vaya, vaya, doña Nemesia; por lo que veo, esa constancia es un soplo, comparada con la de mi difunto Lucas, que dios haiga.

—¿Qué fue?

—Bedel de Instituto.

—¿Y prestó allí servicios mucho tiempo?

—Desde los veinte años.

—¿Y cesaría quizás el día de su muerte?

—No, señora; sirve todavía.

—¿Y se lo consienten? ¡Qué atrocidad!

—Esa es la particularidad de mi hombre.

—¿Pero está bien muerto?

—Sí, señora; completamente. Su recomendante que, según dicen, fue el herrero de la posada…

—Sería Posada Herrera, mujer.

—Eso. Pues le dijo: «Toma esta credencial para que sirvas en el Instituto. Es un buen puesto; no dejes de servir allí, aunque te mueras.» y mi hombre, obediente como él solo, lo tomó al pie de la letra y sigue sirviendo allí.

—Pero ¿dónde?

—En el Gabinete de Historia Natural.

—Pero ¿para qué sirve?

—Para enseñanza de los alúminos. Allí está metido en una letrina.

—Vitrina, querrá usté decir.

—Eso es. Después de llevar en el Instituto veinte años de bedel, ya lleva otros veinte prestando servicio de clase de esqueleto.

—¡Jesús y María!

—¿Y cómo fue el quedarse así?

—Porque le faltó la carne y…

—No; digo que ¿cómo es que está allí?

—¡Ah! Por un capricho del director.

—¡Me deja usted tonta!

—Pues nada; no tiene usted más que llegarse al Gabinete, y a mano derecha, conforme se entra, fijarse en una garita de cristales, sobre la cual hay un letrero que dice: «Esqueleto de orangután».

—¡Por Dios, Petra!...

—Sí, señora, de orangután. El pobrecito, dicho sea de paso sin ofender a su santa memoria, era muy feo y muy mal configurado; y nada tiene de extraño que hoy pase por lo que pasa. ¡Si usté le hubiera conocido!... Dicen que ahora está, si cabe, mejor que cuando gastaba gorra con galones y me atizaba leña con un palo. Pero yo no voy jamás a verle, porque me causaría una pena horrible. Además, me daría muchísima vergüenza que al ponerme a rezarle padrenuestros delante del armario en donde está, se burlaran de mí todos aquellos avechuchos disecados que hay alrededor del infeliz. Precisamente, según me han dicho, tiene colgado encima un cocodrilo más grande que usté, y el día menos pensado se desprende sobre mi Lucas y no me le deja un hueso sano.

—¿De modo que allí estará per secula seculorum?

—Amén; sí, señora. Y como empezó de bedel, no sabe usted lo que le consideran todos los profesores.

—Pues ya puede usted decir que es el colmo de la inamovilidad, y que empleado como él no habrá otro en establecimiento alguno. ¡Mire usted que morirse y continuar sirviendo como si tal cosa!...

—Sí, señora. En buena hora lo diga, mi Lucas no ha faltado un solo día al Instituto desde febrero del sesenta y uno hasta hoy día de la fecha. Eso es servicio permanente, lo demás son pamplinas.

  

Comentarios.

Simpática conversación la mantenida entre doña Nemesia y doña Petra. Cuántos humoristas posteriores han recreado conversaciones parecidas y hasta es posible que Zúñiga bebiera también en algún colega anterior. Las porteras y los caseros eran personajes asiduos en los textos festivos del momento.

Es genial hasta dónde se riza el rizo de la absurdidad, pero al mismo tiempo es entrañable internarse en ese diálogo mitad cándido mitad palurdo. Los alúminos (alumnos), los inmuebles (inamovibles), la inamovilitud (inmovilidad), la letrina (vitrina), en fin, ese enredo verbal propio de las comedias bufas.

Limpiar el comedero, nueva expresión aprendida antes de acostarnos hoy (ya saben, a la cama no te irás…); se trata de un dicho coloquial para referirse al acto de quitarle el empleo o el sustento a alguien. Muy curioso.

Entraron antes de que mataran a Prim; pero ¿fueron ellos? La madre que te alumbró Zuñi, muy bueno. Fino humor.

Una mención a un personaje histórico. El herrero de la posada de doña Petra es José de Posada Herrera, jurista y político español (1814-1885) que fue el único presidente del Consejo de Ministros del período de la Restauración (1883-1884) que no perteneció ni al partido liberal ni al conservador, pues cuando ocupó ese cargo figuraba enrolado en el la recién constituida izquierda dinástica.

En resumen, me ha gustado mucho este original diálogo, que no hemos encontrado publicado en la prensa, y en consecuencia deseo una larga “vida” al señor Lucas. Y no tengo nada más que decir.

Hasta la próxima.

El Zuñi de inda, o viceversa.


miércoles, 3 de julio de 2024

Tipos raros. IV. La preguntona

 


Quién no ha dado en su vida con un machacón, o como en el caso que nos ocupa hoy, con una machacona. La Academia de la Lengua los define como personas que repiten algo con insistencia y pesadez. Lo que se dice un pesado de tomo y lomo, o en lenguaje más actual y humorístico (gracias, José Mota), un cansino. En suma, el machaca o la machaca, es el que te está fastidiando o tocando… la moral.

Este es el tipo que retrata Zúñiga en el capítulo cuarto de su galería de raros, del que no nos consta se publicara en la prensa, y lo hace con el telón de fondo del mundo de la tauromaquia, una de sus mayores aficiones.

Que lo disfruten. Les espero al final.

 

IV. La Preguntona

A este tipo le conocí en la novena. En la novena grada de la Plaza de Toros de Madrid.

Siempre que mi amigo Joaquinito Piltráfez había presenciado el espectáculo taurino en la expresada localidad, había tenido la suerte de que le tocase alguna vecina de asiento verdaderamente sugestiva y conmovedora, de esas que distraen con su hermosura y no dejan prestar a los lances de la fiesta la debida atención. Animado por la suerte de Piltráfez fui a la última corrida. Penetré en la novena grada y en vano miré en derredor mío: no había una sola mujer que valiera tres rábanos. En cambio había junto a mí una señora mayor lo más ridícula que puede imaginarse. Pelo escaso, pero estropajoso y blancuzco, debajo de un sombrerete adornado con cintajos y alcachofas y que parecía haber caído casualmente desde un balcón sobre aquella cabeza de Medusa; ojos con ribete cardenalicio y goteo perpetuo; mejillas policromas; dentadura desvanecida; cutis de arpillera y un gran manojo de flores cordiales en el sitio donde acostumbran los seres humanos a tener el pecho. Tales eran las circunstancias de mi vecina, unidas a un sistema nervioso tan levantisco y alterado que no dejó de obligarla a darme involuntarios codazos y pisotones durante toda la corrida.

Resignado ante tan espantosa vecindad y en mi manía de verlo todo por su lado mejor, pensé que junto a semejante esperpento, no perdería un detalle de la lidia y podría dedicar mi atención a una fiesta que tanto entusiasmo me inspira.

¡Pero cuán fácil es engañarse en este pícaro mundo! ¿Ustedes creen que aquella señora dejó de molestarme ni por un momento? Pues no; y para probarlo copio a continuación parte del interrogatorio a que tuvo a bien someterme.

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—Caballero ¿Quién es aquel torero del traje azul?

Bombita, señora.

—¿Pues no le habían cortado una pierna?

—Que yo sepa no le han cortado nada.

—¡Ah, sí! Es verdad. Ahora recuerdo que a quien se la cortaron fue al Tato. Usted dispense.

—No hay por qué.

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—Caballero, ¿van a picar a todos los toros?

—Si se dejan, sí, señora.

—¿Y qué hacen con los caballos muertos?

—Baúles y chorizos.

—¿Pero no vuelven a servir para otra corrida?

—Generalmente no.

—¿Y cómo andan los infelices con las tripas fuera?

—Bastante disgustados, probablemente.

—¡Pobrecillos! Son sin culpa ninguna los que más sufren en este espectáculo salvaje.

—¡Hay quien sufre más sin estar tan cerca del toro! —dije refiriéndome a mi humilde persona.

—¡Me dan una lástima! Y es que yo tengo pasión por los animales. Allá en Valdelachufa, donde tiene usted una choza, se me murió un potro hace dos meses, y todas las mañanas de nueve a doce le lloro y le rezo como si se tratara de un pariente.

—Pues reciba usted mi más sentido pésame.

—Gracias, caballero.

…………………………………………………………………………………………………………

—¡¡Ay!!

—¿Qué es eso, señora?

—Que creí que le cogía… ¡Vaya un susto! ¿Quién es ese de lo verde?

—El Pataterillo.

—¿Y sabe usted cuánto gana?

—No, señora.

—¡Pobre! Puede que le den un par de pesetas…

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—¡¡Ay!! (Esta vez al grito acompaña un pellizco que me hace saltar)

—¡Señora, por Dios!

—¿Pero no ha visto usted? Otra vez el toro detrás del mismo. ¿Le habrá tomado tirria? ¿Se la habrá tomado?

—¡Señora, no lo veo desde aquí!

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—Diga usted, ¿pueden subir los toros hasta la grada?

—Sí, señora; pero no acostumbran…

—La verdad es que yo no debería venir a ver estas cosas.

—¡Tiene usted razón!

—A esto no vienen más que cafres.

—Mil gracias.

—Si no fuera por la pícara curiosidad… Claro, como en Valdelachufa hay pocos aficionados a toros… Mi marido es uno de ellos.

—¿De cuáles?

—De los aficionados. Solamente logramos que echen novillos para el Cristo. Por eso hay que venir a Madrid para ver toros formales.

—¿Los de Valdelachufa no tienen formalidad?

—¡Qué guasón es usted!

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—¿Qué está haciendo aquel torero que mira a los palcos?

—Está brindando.

—¿Y qué dice?

—Señora, yo qué sé.

—¿Quién es?

Machaquito.

—¿Por qué le llaman así?

—Quizá porque de pequeño machacaría. También hay personas mayores que no dejan de machacar.

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—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! (Tres ayes y tres pellizcos).

—¡Señora, por Cristo padre! Serénese usted.

—¡Ahora sí que le ha matado! ¿Ve usted? Le llevan a la enfermería… Allí le cosen ¿verdad? ¿Cómo le cosen?

—A máquina, señora.

—¿Dónde tiene la herida?

—No se la veo. Probablemente será en la región glútea.

—¿En qué región?

—En la región del demonio que le aguante a usted más. Yo me voy a otra parte… a un burladero… al tejado… al infierno…

—¿Qué poco amable es usted?

—¡Y usted qué impertinente!

—Muchas gracias.

—¿Por qué no se ha quedado usted en Valdelachufa?

—Porque no le ha dado la gana, ni a mí tampoco— gritó, poniéndose en pie, un caballero tan ridículo como la espectadora y colindante con ella.

Y en medio de una algazara espantosa, en la que tomaron parte todos los concurrentes a la novena, el caballero exasperado, demostrando tener una constitución hercúlea, me agarró por el cogote y me sacudió tres achuchones monumentales.

Las subsiguientes bofetadas con que yo le obsequié se oyeron en Valdelachufa.

Y coreado por la rechifla general salimos al corredor hechos una pelota.

—Ya habrá usted comprendido—me dijo allí el forastero, —que yo soy el esposo de esta señora.

—¿Y por qué no le ha hecho a usted las dos mil preguntas que me ha hecho a mí?

Porque no le ha dado la gana.

……………………………………………………………………………………………………………

No quise perder más tiempo. Volví a mi localidad y el matrimonio cerril se fue de la plaza, de cuya grada novena conservaré siempre recuerdos horribles.

Cuando, de regreso de la corrida, me dirigía medio atolondrado a casa de Piltráfez, del abonado a la famosa grada, para ponerle verde por infundioso, me encontré a un tal D. Pascasio Bonetillo, hombre beato si los hay.

—¿A dónde se va? —le pregunté maquinalmente.

—A la novena— me respondió.

—Pues tenga usted cuidado, porque allí sacuden.

—¿Quién sacude?

—El marido de la preguntona—le dije yo, siguiendo mi camino y dejando al buen señor con la mano abierta y el rosario en la boca, o viceversa.

El Tato. 


Comentarios.

En los años que Zúñiga escribe La preguntona, en Madrid, se puede decir que solamente hay una plaza de toros de renombre, la de la Fuente del Berro que se situaba en el terreno en el que se construyó el actual Palacio de los Deportes, se inauguró en 1874 y pervivió hasta 1934. Fue el coso en donde se batieron en un duelo espectacular Frascuelo y Lagartijo, y torearon otras figuras como Guerrita o Bombita. Esa plaza relevó ese año a la de la Puerta de Alcalá, que situada entre las actuales calles de Claudio Coello y Conde de Aranda, desapareció con el plan urbanístico que dio origen al barrio de Salamanca. Una segunda plaza pero mucho más modesta se encontraba por el barrio de Tetuán de las Victorias y habría que esperar a 1931 para ver nacer a la monumental plaza de las Ventas, que todavía sigue regalándonos tardes de toros.

Cita Zúñiga varios nombres de toreros de su época: Bombita (Ricardo Torres Reina; 1879-1936); el Tato (Antonio Sánchez; 1831-1895) del que se cuenta, como lo señala Zúñiga en su narración, que perdió su pierna derecha por una infección tras una cogida; Machaquito (1880-1955); y al banderillero cordobés Pataterillo.

Descendientes de Juan Pérez Zúñiga nos han cedido las imágenes de varias postales fotográficas de toreros de ese momento, entre ellos el Tato, Frascuelo y Lagartijo.  

Hacia 1922 Zúñiga recopilaría en un libro varios textos relativos a los toros, en un tomo en el que también escribió sobre el tema musical, titulado Fermatas y banderillas.

Como cosa curiosa debemos fijarnos en el problema de los caballos de los picadores, los grandes sufridores de los primeros años de las fiestas taurinas; imágenes como la descrita por Zúñiga, en la que los equinos acababan con las tripas colgando debieron hacer reflexionar a los responsables sobre el asunto. La suerte de picas o suerte de varas parece ser que al principio se hacía “A caballo levantado”, siendo la mayoría de las veces el toro el que derribaba al caballo, y no al contrario como se podía esperar. La lógica evolución del festejo llevo a proteger al picador y a su montura, haciendo más largas las varas o cansando previamente al toro más de la cuenta, pero la medida más acertada fue la de proteger a los caballos con lo que se llamó caparazón.

Piltráfez y Pascasio Bonetillo son dos fichajes más para la familia de personajes de Zúñiga, así como Valdelachufa para la de sus pueblos.

El juego de palabras con el que comienza se construye en el número ordinal que hace referencia a las gradas de la plaza de toros, y la práctica de oraciones y rezos que con duración de nueve días se ofrecía a Dios, la Virgen y los santos.

De entre el vocabulario destacamos la palabra cafre, por ser de esa clase de palabras que con el tiempo sufre el martirio y la condena eterna. Sepan ustedes que hay un lugar en el mundo donde está prohibida su pronunciación. Palabra originaria del árabe Kafir designa a los paganos (no cristiano, en general) y de su utilización por los ingleses para designar a los habitantes de una zona de la actual Sudáfrica dio lugar al territorio llamado Cafrería y al apelativo de cafres a sus habitantes. Y allí en esa zona se castiga a todo el que utilice ese término.

Sufre Zúñiga un gran chasco cuando llega a la grada novena empujado por la recomendación de su amigo, pues allí no encuentra las mujeres bonitas que le ha descrito, pero piensa que la compañía de ese adefesio que le ha tocado de vecina hará que disfrute más de las faenas de los espadas. Y nosotros nos preguntamos, qué hubiera pasado si junto a él se hubiera sentado un bombón de mujer, o un pibón como se dice ahora. Pues seguramente don Juan hubiera sacrificado algún que otro lance para desviar su mirada en dirección a ella. Así era, según dicen, nuestro escritor festivo, un caballero pero un admirador empedernido de la belleza femenina. Y es que hablar de estas cosas da hasta miedo hoy en día. Parece que no hay valor para definir la belleza y reconocer que hay unos cánones que fijan lo hermoso, la beldad, lo lindo, unas normas o modelos que nos hemos dado las personas. Leches, ya sé que los feos también tenemos derecho a la vida, pero… no esperemos que nos piropeen, con que no se rían, ya nos basta.

Hasta la próxima. 

El inda de Zuñi. 

 

 

 
Frascuelo
Lagartijo


Fuentes:

Las plazas de toros históricas de Madrid | Toreteate.com

Hemeroteca Digital Biblioteca Nacional de España

Archivo y Biblioteca particular.

 

 


martes, 2 de julio de 2024

¡Viva el sargento Rey!

 




¡Viva el sargento Rey!

Conversación con Juan Pérez Zúñiga acerca del aniversario de la Básica

—Zuñi, sabes, he pasado al retiro.

—¿Será que has paseado por el Retiro?

—No Zúñiga, a la situación de retirado, ¡hombre!. Estuve en activo muchos años, después en la reserva (situación, no la de los indios en América, eh) y luego ya al cumplir los 65 pues a vivir de la pensión.

—Ya. ¿Pero qué fuiste?

—Te lo he dicho muchas veces; sargento; bueno suboficial de nuestro Ejército de Tierra, el de España, que no tiene nada que ver con el que había cuando tú vivías. Bueno, algo sí, la esencia, el espíritu no ha cambiado, pero lo que se dice en el material, pues otro mundo.

—¿Qué te pasa pues, Inda?

—Nada gordo, decirte que hago un inciso en el relato de tu vida para recordar un hecho importante.

—¿Y cuál es, si puede saberse?

—Pues el hecho de cumplirse 50 años de la creación de una Academia en donde se reunieron todas las ideas y los esfuerzos para dotar a la escala de suboficiales de un proyecto profesional interesante y atractivo. Las clases intermedias entre el mando y la tropa hemos tenido una historia algo revuelta y ha costado mucho conseguir un reconocimiento profesional. Y si quieres saber algo más pregúntale al general Luque, que es contemporáneo tuyo y se partió la cara por defendernos.

—Así lo haré, pero parece claro que esa Academia ha tenido éxito ¿no? Cincuenta años no son moco de pavo.

—Pues claro que no; digo, que no es moco de pavo, y claro que sí, que tuvo éxito. Y de ello estamos muy orgullosos todos los componentes de la Escala Básica del Ejército de Tierra.

—No es para menos. ¿Y lo vais a celebrar de alguna manera? Ya sabes un concierto en el Real, un baile en el palacio de los Alba, o algo así.

—No Zuñi; sitúate. Haremos un acto solemne en la misma Academia que ya te comenté está en Lérida, concretamente en Talarn. Coincidirá con la entrega de despachos de la última promoción de sargentos. En la Academia ya han entrado 50 como es lógico.

—Ah, me alegro, jovencito; y vas a ir.

—No, no podemos ir todos, pero el que sí va a ir, es Su Majestad el Rey.

—¿Y a quién tenemos ahora?

—Al tataranieto de María Cristina, la de la última Regencia, el bisnieto de Alfonso XIII el que vino al mundo siendo rey, y tú has conocido.

—Sí, es verdad, es que todavía no me he aprendido todo lo que me has contado. Ya sabes que yo me quedé en el camino cuando estaba nuestra querida España en guerra, y me cuesta hacerme a lo que vino después. Es una verdadera suerte que viváis en paz y contéis con rey tan majete.

—Si, Felipe VI, es un tipo tremendo, nada raro, como los que estás contándonos tú estos días.

—Me alegro mucho.

—Además Zuñi, yo pertenezco a la sexta promoción, y estamos mis compañeros y yo muy orgullosos de llamarnos los sextos, ya ves que tontería, pero así hacemos piña con el Rey que también es sexto.

—No es ninguna tontería, bueno, puede que sí, pero de esas tonterías he vivido y comido yo muchos años. Es lo que se dice tener sentido del humor o escribir de manera festiva.

—Gracias Zuñi.

—De nada, mi sargento; además te voy a contar otra cosa divertida que he encontrado.

—¿Sí, el qué?

—Pues resulta que en 1907, El Centro del Ejército y de la Armada, decidió financiar a un sargento que había demostrado una gran inteligencia, para que pudiera continuar sus estudios en la Academia de Infantería; se trata de un mozo que cuando llegó a su regimiento apenas sabía leer y escribir, y demostró un coraje y una voluntad extraordinaria, y en poco tiempo se preparó para su ingreso. Algo fuera de lo normal, algo que salió en la prensa y fue muy comentado.

—¿Ya, pero, donde está lo divertido?

—Pues en el nombre del sargento.

—¿Pues cómo se llamaba?

—Felipe Rey.

—Caramba Zuñi, eres un crack, como se dice ahora.

—Sí, algo de crac hago de vez en cuando, son los achaques propios de los años.

—Anda, anda, grita conmigo: ¡Viva la Básica!

—¡Básica es la vida!

—Caramba, no cambias. Hasta otra Zúñi.

—Hasta otra Inda.

 

Guadarrama a 2 de julio de 2024.

El Inda de Zuñi.  

 

Pd. La noticia referente al sargento Felipe se publicó entre otros medios en El Heraldo de Madrid del 11 de junio de 1907. [Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España]




Tipos raros. VII. El del orfeón.

  Dedicatoria. —¿Qué te parece Zúñiga si le dedicamos esta entrada del blog a mi hermano Juan y a sus compañeros del orfeón de veteranos d...