Hoy traigo algo de Zúñiga que rezuma actualidad.
Se trata de un texto titulado Los besos
que incluyó en su libro Alma guasona de 1911.
Picarón y divertido, amante del buen humor y de la guasa, Zúñiga se mantuvo siempre respetuoso y caballero con las mujeres, a las que admiraba con toda su alma.
Con estas palabras que siguen, y con algunas más que irán apareciendo, conoceremos mejor la personalidad del bueno de Zúñiga, al que hoy vemos reflexionar sobre el tacto con mucho ídem.
Los besos
No hace mucho tiempo
los Tribunales de Milán sentaron jurisprudencia muy severa respecto de los
majaderos que besan a una mujer contra la voluntad de ella.
Refiere la
Prensa italiana que Giuseppina Tagliabue, lindísima joven de diez y seis años
estaba una noche sentada con la sua mamma en un banco de cierto paseo,
abstraída en la contemplación de una función de fuegos artificiales, cuando de
pronto sintió que otros labios se unían a los suyos.
Un elegante
desconocido, que opinaba seguramente de distinta manera que yo respecto de los
besos, estampó un par de ellos en la boca de Giuseppina, la cual, según se
cuenta, se desmayó al recibirlos, sin que sepamos qué fue lo que se propuso al
desmayarse.
La madre puso
el cielo en el grito (porque tenía el defecto de hacerlo todo al revés), y
comenzó a decir cosas un tanto molestas para la familia del atrevido galán, el
cual trató de huir, aunque infructuosamente, pues un caballero que por allí
discurría (es de suponer que discurría) le alcanzo y le detuvo, logrando saber
que una apuesta con cierto amigo había originado aquella tan brusca acción,
llevada a cabo al aire libre y entre cohetes y bengalas.
La señorita
Tagliabue presentó querella ante los Tribunales de Milán, y estos han reventado
al violento besador, pues no han obligado a su víctima a la devolución del beso
furtivo, fallo que hubiera sido muy del agrado del agresor, sino que han
impuesto a este el castigo de cinco meses de reclusión.
Yo le hubiera
condenado, no a muerte precisamente, porque es una pena que está llamada a
desaparecer por lo desagradable que suele resultarle al reo; pero a cadena
perpetua sí. ¡Por imbécil!
Lo dulce, lo
grato, lo que produce escalofríos en el cuerpo y cosquillas en el espíritu, es
el beso correspondido, o por lo menos aceptado de buena voluntad por la mujer
besada. En cambio, un beso que, a más de ser brevísimo como un rayo de los más
veloces, causa el enojo de la mujer que lo recibe, es un acto que solo revela
sensible imbecilidad en el que lo ejecuta.
¿Qué placer
obtendrá el autor de semejante tropelía? Nunca lo he comprendido.
Claro es,
lectores míos, que puesto un individuo en el trance de cometer tal desafuero,
ya por apuesta de amigo, ya por impulso de sátiro, más vale besar los labios de
una mujer hermosa que los de un sargento de caballería, por buena hoja de
servicios que tenga; pero, de todos modos, el beso es un hecho completamente
estúpido siempre que no lo origine la corriente de pasión, de afecto tibio o de
impetuoso sensualismo que súbitamente se establece en ocasiones entre el sujeto
activo y la sujeta pasiva de la acción de besar.
Un beso
violento, recibido con el mismo placer que un pescozón o que una noticia
desagradable, no es beso: es más bien algo así como el suave mordisco de un
perro mal educado.
El hombre que
se proponga besar sin fundamento y sin esperanza de producir en los labios
receptores la sensación de placer que debe resultar del beso, déjese de alarmar
a nadie, y evitándose cinco meses de prisión, haga su inconcebible experimento
con una estatua broncínea o marmórea lo más hermosa posible, que al menos de
ese modo se librará de una espléndida bofetada, máxime si la escultura elegida
es la Venus de Milo, dama carente de extremidades superiores, según las
opiniones más autorizadas.
Y conste que
lo mismo que digo respecto de los besos, lo sostengo en cuanto a otras
expansiones del quinto sentido corporal bruscas, momentáneas, manifestadas al
paso…
¿Qué se logra
con ellas sino empeorar la situación del ánimo propio y causar una mala
impresión en el ajeno?
Cuando veo a
una mujer atrayente y sugestiva que pasa muy cerquita de mí mostrando sus mal
disimulados encantos personales, lejos de hacer lo que algunos de mis
impulsivos compatriotas… trago saliva, me meto las manos en los bolsillos con
aparente tranquilidad y espero circunstancias más propicias…
Contando seguramente
con la correspondencia o, por lo menos, con una acogida benévola de la parte
contraria, está justificado todo movimiento impulsivo y no hay que temer
querella alguna ante los Tribunales, a no ser que la favorecida tenga marido y
este se entere y no sea un sinvergüenza.
Todas las
precedentes consideraciones acerca del beso y sus afines me las ha sugerido la
noticia de Milán a que aludo al principio de estas cortas, pero muy honradas
líneas.
Sí, mis amados
lectores; ante todo hay que ser prácticos y tener en cuenta estas rimadas
palabras del apóstol San Sinesio (1):
«Un beso por sorpresa
es una tontería del que besa.»
A cuyas
palabras añado yo estas otras con las cuales termino:
«Ora fuere su objeto bueno o malo,
aquel sátiro ful a quien le plugo
dar un beso a traición merece un palo,
pues se cree un besador y es un besugo.»
(1). Se refiere a su amigo y también
escritor Sinesio Delgado.
Hasta otra amigos.
Saludos del indagador entrometido.