Juan Pérez Zúñiga se nos aparece por primera vez en las hemerotecas el día 4 de marzo de 1874. No ha cumplido los 14 años y le suponemos enfrascado en su vida de escolar al calor del hogar familiar en el número 40 (hoy 32) de la madrileña calle de Toledo en donde vino al mundo.
Su nombre
figura ese día, junto al de su hermano Enrique y al de su padre, Esteban Pérez
Lanuza, y lo hace ocupando su lugar en una larga lista en la que muchos españoles
hacen su donativo para ayudar a los soldados heridos en la guerra contra los
carlistas.
Eran los años
de las famosas tres ces que galopaban sobre el caballo bermejo de la
guerra desangrando el suelo patrio: la de Cuba, la de los Cantones, y la de los Carlistas. Es el final de
una República que mostró claramente nuestras carencias de modernidad y de seriedad
política.
Se publica el
nombre de nuestro Zúñiga en la edición de Madrid del periódico El Gobierno,
pero este lo que hace es reproducir las listas que se publican en el diario El
Imparcial que es quien ha lanzado iniciativa tan humana y caritativa. Tanto es así
que, desde el primer día, se ha volcado el español liberal, contrario al
conflicto que azota a la sociedad, a prestar su apoyo al sufrido soldado
bien con dinero contante y sonante, bien con efectos variados, véase ropa, trapos
para fabricar vendas, mantas, objetos de aseo, etc. Y el periódico da fe
diariamente del suma y sigue de tan preciada ayuda.
Nada sabe la sociedad entonces de este imberbe futuro barbudo, de este mozalbete que alterna sus estudios obligatorios con los de solfeo bajo la dirección atenta de un tío suyo que es concertino en el Teatro Real, y que seguramente se estará preguntando, con su mente ya abierta al ingenio y a las salidas cómicas, cuándo dejarán de dar la nota estos carlistas que ya llevan perdidas con esta que camino va, tres desde que nacieron.
No es de extrañar que fueran despuntando en su personalidad cierto escepticismo hacia la clase política, y una aguda observación para alimentar su fina ironía y su festiva literatura, huyendo de los aspectos “serios” de la vida por poco serios a su parecer.
Así comienza nuestro
viaje con Don Juan, con sus cuatro reales de vellón que, quizá a regañadientes —pues
preferiría comprarse algún “comic” de la época—, dona para paliar el dolor de
la guerra. En adelante preferirá regalarnos su ingenio para hacernos más
llevaderas las penalidades de la vida.
Cuatro reales
de vellón que venían a tener, más o menos el valor de una de las pesetas que ya
circulaban desde 1868, y esto es algo curioso pues en la primera guerra
carlista ya pagó la joven reina Isabel a sus tropas con una piececita que
con el tiempo se convertiría en doña peseta y a sus tropas, a ojos de los carlistas, en peseteros.
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