Para ti Cristóbal [Tillägnad
Christopher]
Introducción
Cuando inicié
la serie de comentarios sobre estos Tipos raros de Juan Pérez Zúñiga
explicando cual iba a ser su orden de aparición —coincidente con el índice de
la obra— alguien desde Suecia dijo: ¡Me pido el 13! Pues bien ya hemos
llegado a ese número hasta cierto punto inquietante y como no soy supersticioso
me mantendré en mis trece y seguiré tranquilo con la narración.
Es cierto que
hoy está muy de moda el practicar el ayuno, ya sea intermitente, continuo o fijo
discontinuo como da por llamarse ahora a algunos contratos de trabajo, y es
cierto que el texto de nuestro escritor festivo trata de eso, de abstenerse total
o parcialmente de comer, sin embargo el trasfondo de nuestra historia poco
tiene que ver con la preocupación por ayunar que anida en muchas personas hoy
en día, incluido nuestro querido lector de Escandinavia. ¿Me equivoco? Enseguida
lo comprobaremos.
XIII.- El perfecto ayunador
La llegada de
la cuaresma era terrible en casa de D. Severo Calasparra. El buen señor era la
personificación del rigor en materia de prácticas religiosas, y sus tres hijas,
Obdulia, Celia y Olimpia, perdían en esta época todas las apetitosas carnes que
habían logrado reunir durante el resto del año, hasta el punto de que hubiera
podido contarles los huesos cualquier mortal que hubiese tenido tiempo y humor
para ello.
¡Qué consumo
de espinacas y de acelgas había en aquella bendita casa desde el miércoles de
ceniza hasta el domingo de Pascua!
¡Qué ayunos!
¡Qué vigilias! La digestión tranquila y cómoda dejaba su puesto al imprudente flato.
Este triunfaba
en toda la línea, y muchos amigos de D. Severo se compadecían de
aquellas tres víctimas de la cuaresma, hasta el punto de que algunos las
ofrecían, a hurtadillas del intransigente padre, todo género de alimentos.
—Olimpia— dijo a la chica mayor cierto día un
ingeniero de minas que vivía enfrente, —observo con dolor de vecino que se
halla usted flacucha y que los repollos la están a usted minando la existencia,
cosa que a mí, como ingeniero de minas, no se me puede pasar inadvertida.
—¡Ay, D.
Mamerto! —respondió la ojerosa Olimpia. — ¡No sabe usted bien el sinnúmero de bostezos
que, tanto mis hermanas como yo, nos vemos precisadas a lanzar durante el día!
Más de una vez nos disputaríamos la cordilla del gato si no fuera por el temor
de que papá lo averiguase.
—Pues mire
usted, mi querida vecina yo no puedo ver con calma tan extremado rigor, y me
voy a permitir pasarles a ustedes vara y media de longaniza de Candelario, sin
que se entere el inhumano de Calasparra. Y no se ofendan los sentimientos
filiales de usted; pero, visto lo visto, tengo para mí que D. Severo lleva en
el sitio del corazón un baldosín o cosa parecida.
—Yo le
disculpo—replicó la pobre muchacha—toda vez que los preceptos de la iglesia son
para él sacratísimos, máxime cuando contribuyen al alivio de los gastos
domésticos.
—Bueno, pero
no me desaire usted y acepte la longaniza que con tan buena voluntad le
ofrezco. ¿No pueden ustedes comérsela cuando esté D. Severo en la oficina?
—No me atrevo
amigo mío.
—Vamos,
Olimpia…
—No, no.
Seguiremos bostezando y con el vientre enmohecido por dentro hasta que Dios
quiera; que en cuanto pase la cuaresma, ya verá usted como nos desquitamos con
la substanciosa vaca, bien agarrándonos a los filetes, ya recreándonos con los bofes,
ora relamiéndonos con la lengua…
—Eso es lo
natural.
—Bueno,
vecinito. Mil gracias por su atención y hasta después. Ahora voy a ver si
preparo unas sopitas de ajo para las ocho, hora en que, como no tenemos otra
cosa que hacer, haremos colación. Lo malo es que aún falta mucho tiempo, y mis
hermanas andarán por ahí desfallecidas debajo de alguna mesa, o chupando los boliches
de las camas para entretener el hambre.
—Gracias a que
Dios premiará tanto sacrificio.
—¡Bien pude
hacerlo, amigo mío! ¡Solo falta que esté distraído cuando llegue la ocasión de
premiarnos!
Todos los
años, al acabar la cuaresma, los pescados más aplaudidos habían figurado en la
mesa de D. Severo, y ya no podían sus hijas con tanta raspa. Las latas de
sardinas les resultaban unas latas pesadísimas; el dentón les estropeaba los
dientes; el bonito les parecía feo; el bacalao les recordaba el aceite de hígado de lo mismo; la merluza les traía a
la imaginación las curdas de su portero; comiendo atún se llegaban a figurar
que se comían a su querido padre; los pajeles les sabían a paja; no podían atravesar
los calamares en tinta sin auxilio de una salvadera; los boquerones les
producían boqueras, y los cangrejos, en fin, se les salían por donde habían
entrado, en su afán de andar hacia atrás por el tubo digestivo. En cambio
¡pobres chicas!, suspiraban por el solomillo, y el domingo de Pascua dejaban en
un santiamén al carnicero de enfrente sin contratapa, sin riñones y hasta sin
pezuñas, maldiciendo de paso al cardo, generador de las afecciones cardiacas, y
a las alubias líricas, que tanto entretienen a posteriori, no solo al
consumidor, sino también a sus allegados.
Pues bien,
queridos lectores: lo que ocurrió el viernes de la semana pasada es digno de
que ustedes lo sepan, y lo voy a contar.
Llegó la noche
del viernes, y D. Severo, después de rezar el rosario y de cenar unas migas
excelentes (porque Celia y Obdulia hacen muy buenas migas), se retiró a sus
habitaciones para acostarse en paz y en gracia de Dios.
Sus tres
escuálidas hijas, una vez hecha la colación, se colaron en sus respectivos
catres y se quedaron dormidas como tres ceporros anémicos. Pero a media noche
oyeron ruido hacia el dormitorio de D. Severo, y se dirigieron a él con el
mayor sigilo.
Una ducha, un
tiro, la noticia de una rebaja en las contribuciones, en fin, no les hubiera
causado tan enorme sorpresa como les causó lo que vieron.
Sí, mis
lectores amados, a las doce de la noche se hallaba el modelo de austeridad, el
severísimo D. Severo, muy calladito y muy solo, junto a su cama, devorando una
pechuga de pollo y unas rajas de salchichón de Vich, que guardaba secretamente
en un departamento de su mesa de noche.
Nada dijeron
aquellas tres espátulas vírgenes y mártires a su padre; pero desde tan señalado
día siguieron su ejemplo, y hoy no hay en la casa quien no neutralice
misteriosamente y a deshora los efectos de la humilde lenteja con la nutritiva
loncha de jamón en dulce. Eso sí, continúan haciendo colación. Pero a nadie le cuela
ya la severidad de sus ayunos y abstinencias.
Comentarios
La Cuaresma
es un período de tiempo que queda enmarcado entre el
llamado Miércoles de Ceniza y el Jueves Santo. Es por tanto un concepto religioso
cristiano. Etimológicamente viene a decirnos que es algo que dura cuarenta
días, en este caso el ayuno que debe guardar el cristiano entre esas dos fechas
señaladas para preparar la Pascua de Resurrección. Es símbolo de los cuarenta
días que pasó Jesucristo en el desierto venciendo tentaciones para preparar su
pasión, muerte y resurrección por el bien de los hombres. Podría ser comparado
con el Ramadán de los musulmanes, que también observan un ayuno —quizá
más riguroso— en el noveno mes de su año lunar; o con el Yom Kipur
judío, que, en menor escala, también se dedica a la expiación de los pecados.
Las tres, como vemos, prácticas religiosas de sacrifico ante el dios respectivo.
Severo Calasparra,
el personaje de hoy (bienvenido a la nómina) en este asunto del ayuno actúa,
como da a entender su nombre, con severidad, con dureza, con rigor, y así sirve
de ejemplo para sus tres hijas, que le siguen con fidelidad y entereza en su
rito sacrificial. No sé si el hecho de endosarle el apellido de Calasparra,
famoso municipio de Murcia conocido por su excelente arroz tiene algo que ver
en la mente de Zúñiga con el hecho del ayuno cárnico, quizá.
El ayuno
cuaresmal puede ser parcial o total desde el punto de vista de los alimentos prohibidos
y desde el punto de vista del tiempo de su duración. Se puede dejar de comer de
todo o solo carnes y embutidos, y se puede ayunar todos los días o solo los
viernes. El caso es que lo que más se prodiga en el menú durante esos días son las
verduras, los pescados y el pollo y el pavo.
Ante tal panorama no es extraño ver a la familia de Calasparra competir en la elaboración del flato, que si nos vamos a su origen latino, conoceremos como ventosidades, viento, (flare: soplar), aerofagia o meteorismo que abultaba los vientres de la familia y que triunfaba esos días en toda la línea, (completamente).
En plena cuaresma, una de las hijas señala a un amigo, ingeniero de minas, el incalculable
número (sinnúmero) de bostezos que le produce el hambre, y este, asustado por
ver “minada” la salud de su amiga, le quiere regalar vara y media de longaniza
de Candelario. En el mejor de los casos (según esta antigua medida española) un
metro del rico embutido de ese conocido municipio salmantino o charro, palabra
que dicen viene del vasco txar, débil, malo (me quedo sorprendido). Dicen
que en este pueblo de Salamanca nació aquella sentencia de “atar los perros con
longanizas”. Un famoso chacinero (de chacina, cecina), tenía una trabajadora a
la que todos los días molestaba un perrito, y harta de esas interrupciones, se
le ocurrió atarle con una ristra de longanizas. Un chaval que lo observó,
asombrado, fue contándolo por ahí, pasando a ser conocido el chacinero, como un
sobrado y un ostentoso, por tamaña ocurrencia. José M.ª Iribarren en El
porqué de los dichos, nos indica que también puede verse esta expresión como
indicación de no hacerse falsas ilusiones: “no te creas que allí atan los
perros con longaniza” es como decir que no te creas que aquello es Jauja.
Las hijas de
Calasparra pasan tanta hambre que más de una vez han estado tentadas de quitarle
la cordilla al gato. ¿Y qué es esto de la cordilla? Pues parece que así se conocen
los desperdicios de las tripas de las reses que se dan o daban para comer a los gatos. La
palabra procede del latín, “chorda” (intestino) aunque también se señalan con este nombre las
tripas de los carneros hechas trenzas.
Don Severo es
tan ídem, que en opinión del ingeniero amigo de sus hijas carece de sentimientos
y tiene como mucho un baldosín por corazón, sin embargo para estas hace bien
pues los preceptos de la Iglesia son sacratísimos (bonito superlativo). Las
niñas se resignan a seguir con los bostezos mientras sueñan con filetes o con
los bofes de la vaca, voz esta última onomatopéyica que nos refiere a los
pulmones de las vacas (echar el bofe es quedar exhausto, con los pulmones
reventados por un esfuerzo físico, vamos, bufando, digo yo). Y se relamen pensando
en la lengua bovina, lo que le parece natural al amigo pues siempre nos relamemos
con ese órgano muscular de nuestra boca. Se relamen de gusto, claro, se pasan
la lengua una y otra vez por los labios.
Al menos estos
ayunadores tienen el consuelo de acudir, antes de acostarse, a la colación, la ingesta
de una moderada comida para reparar las fuerzas (también los musulmanes al caer
el sol lo hacen; nadie puede sobrevivir con ayuno total y continuado, por mucha
penitencia que le pida su dios). Claro que estas comidas se vuelven tediosas
por lo repetitivas que son, pues apenas toman otra cosas que latosas latas de
sardinas, el pez dentón que les daña los dientes; el bonito que les parece feo;
el bacalao que les trae a la memoria el repugnante aceite sacado de su hígado;
la merluza que les recuerda las curdas o borracheras de su portero; el atún que
parece definir a su padre, bastante rudo e ignorante; los pajeles con sabor a
paja; boquerones que les producen boqueras (excoriaciones en la comisura de los
labios); cangrejos que les causan el temor de escapárseles por la boca después
de comerlos, por su manía de caminar para atrás, calamares en su tinta que para
tragarlos necesitaban una salvadera; ¿y esto que es?, pues un recipiente a
modo de salero en donde se contenía arenilla para enjugar (dejar sin jugo,
secar) la tinta de los escritos. En fin, toda una variada gama de pescados que
le sirven a Zúñiga para jugar con las palabras, como a él le gusta.
El caso es que las tres hermanas sueñan dejar en un santiamén (en un instante, santo y amén, dos palabras que ponen fin a muchas oraciones cristianas) al carnicero de enfrente de su casa sin solomillos y filetes de contratapa (entre la babilla y la tapa) y continuamente reniegan de los cardos, capaces de producir fallos cardiacos según ellas, y de las ¡líricas alubias!, musicales legumbres que entretienen a posteriori con su sinfonía de…., no lo digo porque me huele mal.
El desenlace
se acerca, pues termina el día. D. Severo se cena una estupendas migas que han
hecho sus hijas que, por otro lado, hacen entre ellas muy buenas migas, esto es
que se llevan muy bien. Nuevos juegos de Zúñiga con el lenguaje. Las hijas se
van a la cama y se quedan dormidas como ceporros (como torpes o ignorantes), pero
al poco rato llega el gran chasco al ser sorprendido el padre metiéndose entre pecho y
espalda un salchichón de Vich (típica longaniza de allí), pero las nenas reprimen su escándalo con una brillante idea, la de no denunciar al padre, sino al contrario, seguir como de costumbre su ejemplo. Ya
no pasarán más hambre y sustituirán la lenteja por el jamón en dulce (jamón
curado al estilo de York), además de continuar, cuando toque, con la colación.
La severidad
de D. Severo, ya no cuela, queda en entredicho, ya nadie se la cree.
Hasta la próxima amigos, ya queda menos penitencia; tan solo cuatro tipos raros más.